La amistad, ese puro sentimiento.
Siguiendo la norma que predomina en mis escritos, en las que me inclino a hacerlo sobre personas de mi entorno, que de una forma más o menos íntima han llegado a formar parte de mi vida, y que son por tanto mis vivencias las que constituyen la base de los mismos, pretendo por tanto reflejar siempre en ellos el lado humano de aquellos a quienes he conocido, he tratado y he querido, por considerarme identificado en ideas y pensamientos. Hoy quiero daros mi personal criterio sobre la amistad, un sentimiento puro que no tiene el reconocimiento de otros, quizás más valorados, porque son más abundantes en el sistema de vida social en el que nos desenvolvemos. Por ello. La frase tan conocida “quien tiene un amigo, tiene un tesoro” describe de forma altamente expresiva, la escasez de este tipo de afectos. La Real Academia de la Lengua define a la amistad como “afecto personal, puro y desinteresado”. También Plutarco decía con su fina sensibilidad filosófica que “si tienes un amigo cojo, debes de aprender a cojear”. La definición por si sola tiene mil lecturas para poder profundizar en ella pero me quedo con la metáfora, que es un bello canto a la amistad que no precisa por mi parte añadido alguno. Y es este impacto afectivo el que pretendo destacar en contraposición con otros sentimientos, que sin ser menos puros, tienen unas connotaciones sexuales o de consaguinidad. Para nadie es un secreto que la relación entre parejas tiene un fuerte tirón sexual, siendo un factor que, sin llegar a ser predominante, influye notablemente en su convivencia y hasta he llegado a pensar que Dios dispuso que así fuera para dar una razón de ser a la procreación. No creo ser irreverente con lo que digo, si tenemos en cuenta la creación de la humanidad. Si no he sido mal informado, en el libro del Génesis se dice que, después del Diluvio Universal, Yahvé dijo a quienes se habían salvado “Creced y multiplicaos y dominad la tierra”. Pero todo esto nos queda hoy muy lejano, ya que el concepto muy generalizado que tenemos sobre el amor a la vista de la valoración ética y de conductas que vamos asumiendo con mejor o peor talante, coloca nuestras vidas entre el contraste idealista de generaciones pasadas y la pragmática actual. Esta dicotomía nos sitúa desde la idealización de la relación entre algunas personas, hasta una casi intolerable indiferencia. En el otro platillo de la balanza que aglutina nuestros sentimientos, está la popularmente conocida como “la voz de la sangre”, que en base a ser “carne de nuestra carne” une a las familias en ese amor que nace de la propia razón de ser. Podríamos admitir que están obligados a quererse, porque sus lazos afectivos nacen y mueren en el tiempo, creando un vínculo socio-humano, que los proyecta a una indivisible unión, en que es su raíz común heredada a través del tiempo, la que constituye la sólida base del núcleo familiar. Siempre he pensado que los sentimientos nacen, no se hacen. No son por tanto un producto que se fabrica a gusto del consumidor, ni por supuesto una medicina que se receta para aliviar una dolencia física. Los doctores en Teología, dicen que nacen del alma y que en otra gemela encuentran donde complementarse. Sea lo que fuere, es un hecho que condiciona nuestra vida. Por todo lo expuesto hoy quiero hablaros de Guillermo y de Pascual, dos amigos que entraron en mi vida por la puerta grande y que en ella siguen. Guillermo en el entrañable y permanente recuerdo tras su fallecimiento. Pascual aún me vive, y puedo gozar de su amistad en la cotidiana satisfacción de verlo a diario. Tengo la certeza de que también lo recuerdan los muchos aguileños que tuvieron la posibilidad de recorrer toda la geografía española gracias a los asequibles viajes que organizaba, en donde se conjugaban la calidad y el precio, fruto de una gestión personal eficaz e inteligente. Extenderme hoy en los dos sería excesivo, por lo mucho que podría contar. Me reservo a Pascual para otra ocasión y os digo que mi amistad con Guillermo se fraguó y se consolidó durante más de cuarenta años en que trabajamos juntos. El era mi jefe, pero nunca ejerció como tal. Ni una imposición, ni un problema y ni tan siquiera la más mínima amonestación en las muchas veces que lo merecí. Por aquellos años 50, padecí una larga y grave enfermedad y fueron meses críticos en mi vida. Su total apoyo, su ánimo y su ayuda, y no sólo en el aspecto moral, fue sin duda la mejor terapia para recuperar mi salud. Teníamos muchas cosas en común, pero la música fue lo que más nos identificó. El tocaba la guitarra y cantaba muy bien. Tenía una especial habilidad para hacer las segundas voces. Por las tardes nos reuníamos en su casa y cantábamos canciones del Trío Calaveras, los Paraguayos y los Panchos. Tenía un equipo de grabación y conservo como un tesoro varias cintas. En la década de los cincuenta, era costumbre en las noches de verano dar serenatas a novias y amigas. Por ello llegamos a formar un grupo músical-vocal, integrado por Felipe Palacios a la bandurria, Antonio Marín a la guitarra, Guillermo Muñoz a la guitarra, Fernando Pareja al ukelele y yo con las marcas. Felipe lo bautizó con el nombre de los Noctámbulos. Sé que estoy escribiendo para personas de cierta edad, pero si con ello reverdezco recuerdos, hago historia local e ilusiono viejos corazones, me sentiré satisfecho. Normalmente nos acompañaban un nutrido grupo de amigos, para que les cantáramos a novias o ligues de veraniegos de otras poblaciones, y surgían muchas anécdotas. Una noche, lo hacíamos bajo el balcón de Maruja Navarro, en plena Glorieta, y al oírnos se acercó ese gran zagal que era el Gaspalín, que era cabo de la Guardia Municipal, que estaba de servicio con un compañero. De pronto vimos dos faros de uno de los pocos coches que circulaban en Águilas, que venía desde el muelle hacía nosotros. Gaspalín le salió al paso y le dio el alto, diciéndole al sorprendido conductor que parara el motor porque en Águilas no se podían interrumpir las serenatas. Y allí lo tuvo hasta que terminamos. Serían muchas las anécdotas que podría contar de aquellas serenatas, como la de la noche que nos acompañaba Fernando Pareja que es Coronel del Ejército. En esta ocasión fue la Guardia Civil la que se acercó, me supongo que a identificarnos y Felipe Palacios, con su cachondeo habitual, les dijo: “Entre nosotros viene un Corones”, Los guardias nos miraron a todos y se cuadraron delante de Guillermo, le dijeron “sin novedad en el servicio” y se marcharon. Desde aquella noche el pitorreo del Coronel no se lo pudo quitar de encima. Para terminar, quisiera con toda mi alma que todavía hubieran alguien por ahí que recordara el gran puesto de sandías que ponía el Segao en la calle que hay al lateral de la Plaza de Abastos, hoy peatonal. Este hombre dormía allí, guardando su negocio, y cuando le cantábamos a mi novia, que vivía en la calle Martínez Parra, se despertaba y cogiendo la sandía más gorda y portando un cuchillo, se acercaba a oírnos, y cuando terminábamos la partía y nos la ofrecía diciendo: “pa que refresquen ustedes sus gargantas”. Y efectivamente era una delicia para nuestras voces. Bien es cierto que íbamos provistos de un buen botijo, y no lleno de agua precisamente, con cuyos tragos manteníamos alegre el espíritu y fuerte el corazón. Y así, balcón tras balcón y calle tras calle, transcurría la noche, en la que sin duda aportábamos la felicidad y el romanticismo, siendo en cierto modo mensajeros de Cupido con nuestras canciones de amor. Por último y cuando ya empezaba a apuntar el amanecer y exhaustos y felices dábamos la ´`ultima nota, era tradición pasarnos por la panadería del Perula y comprar unos panes calentitos recién salidos del horno y rociarlos con una botella de aceite que previsoramente siempre llevábamos juntamente con un salero, y hacíamos parada y fonda desayunándonos con ese manjar de los dioses. Y como buenos cristianos nos íbamos, instrumentos incluidos, a oír la primera misa matinal en la Iglesia de San José. Pero un mal día Guillermo se nos fue y con él también se fueron nuestras serenatas. Sentí y lloré su muerte como algo profundamente mío, que es lo que en realidad fue durante todos los años de su vida: un entrañable amigo, perennemente en mi recuerdo.
AUTOR: Miguel Sánchez Díaz