En los primeros años del s. XIX, se inicia una ralentización del espectacular crecimiento que había tenido hasta ese momento la agricultura aguileña. Los estragos producidos entre la población en esos primeros años por la epidemia de fiebre amarilla (1811), junto al reclutamiento de jóvenes para luchar contra las tropas de Napoleón, frenaron el dicho espectacular crecimiento.
La progresiva caída en desuso de la barrilla, sustituida cada vez más por la utilización de elementos químicos en la obtención de sosa, marcó también el declive de la producción de esta planta quenopodiácea que había sido una de las producciones más importantes hasta ese momento. Todo ello produjo una crisis económica y demográfica en la población aguileña que se vio reducida en más de 300 vecinos.
En 1838 se produce el descubrimiento en Sierra Almagrera, zona de Vera, del filón “Jaroso”, de galena argentífera, lo que desató una autentica “fiebre minera” en todos los alrededores. En el término de Águilas, se incentivó la actividad en numerosas minas, como las de plomo en el Lomo de Bas y Cuesta de Gos, o las férricas también en Lomo de Bas. El mineral extraído era enviado a Águilas para su embarque y exportación, y también para ser procesado en las diversas fundiciones existentes, como las denominadas “Iberia” y “San José”, sitas cerca del actual Cuartel de la Guardia Civil, cuyos humos eran conducidos a través de galerías subterráneas hasta la “Chimenea de la Loma”, que construida por D. Nicolás Toledano en 1835/1836, aun hoy continúa enhiesta, y con sus más de 40 m. de altura es todo un símbolo referente de nuestro pueblo. Fue un periodo de prosperidad y progreso basado en la extracción y fundición de minerales.
La agricultura pasó a un segundo plano en la influencia económica de Águilas ante la citada pujanza de la actividad minera. Continuó su desarrollo, pero lento. Se siguió produciendo barrilla, sosa, cebada y algunas cantidades de hortalizas, miel, higos y otros frutos, aunque todo ello lejos de la importancia del siglo anterior.
El reflejo de esa regresión de la importancia de la agricultura en el contexto socioeconómico de la vida local, hubiese tenido mayor incidencia de no ser por la aportación positiva que produjo paralelamente la actividad minera, que conllevó un importante repunte del comercio y la economía, atrayendo de nuevo a muchas familias que vinieron, sobre todo, de las vecinas provincias, y también de otros lugares de España, destacando de nuevo los comerciantes y agentes navieros procedentes de Alicante y Valencia. Este nuevo flujo de inmigración hizo que el número de habitantes repuntase llegando hasta cerca de los 4.000, en la década de los 40, a pesar de las nefastas consecuencias de la guerra y la epidemia de fiebre amarilla, arriba indicadas.
Pero la actividad minera y sus derivados, tuvo su efecto negativo en la agricultura, pues el comercio viró su orientación, dejando a un lado el campo, lo mismo que hicieron muchos campesinos que se convirtieron en mineros, con el efecto añadido de que los vertidos desordenados de estériles de las minas y de las gangas de las fundiciones arrasaban campos de cultivo, lo que ocasionó un enfrentamiento de los dueños de fincas rústicas contra las empresas mineras.
Una época de esplendor minero con altibajos, que duró hasta finales de los 60, siempre del siglo XIX, cuando los filones fueron decayendo, aunque continuó la actividad, pero a menor ritmo.
Con una agricultura dormida y la minería en franca disminución, el puerto y su movimiento comercial fue el sostén de la vida local en una fase de decaimiento económico. La barrilla; la sosa; las imprevisibles cosechas de grano, y determinados frutos como los higos, marcaron durante muchos años, una agricultura escasa y de segundo orden. La excepción fue el esparto que continuó siendo una actividad significativa, pues varios empresarios, entre los que podemos citar a los Sres. Muñoz, Gray, Crouseilles, MacLean, Garriga o Cante, modernizaron sus industrias y perfeccionaron la elaboración de cordelería en sus fábricas de picado, rastrillado e hilado alcanzando sus trabajos justa fama, no sólo en España, sino también en otros países, siendo muy apreciados sobre todo por las navieras, y ocupando a más de 1.400 empleados a finales de ese siglo XIX, y haciendo del puerto de Águilas el principal punto exportador de espartos de toda España, llegando a alcanzar las 20.000 T.
El negocio del esparto tuvo durante varias décadas marcadas fluctuaciones, desde el esplendor de finales del s. XIX, a la crisis de los primeros años del s. XX, cuando las dificultades de tráfico marítimo propias de la Primera Guerra Mundial, redujo su exportación centrándose su consumo en uso nacional, lo que ocasionó una importante depresión en la economía local de la que se sale muy lentamente al finalizar la guerra y los países beligerantes van recuperando su ritmo de demandas, tanto para cordelería como para la fabricación del papel.