Capítulo II / Expansión de la agricultura

La domesticación de la agricultura y la caza produjo disponibilidad de alimentos, lo que a su vez redujo la mortandad, y así los primitivos minúsculos asentamientos estables crecieron y se convirtieron en comunidades que dieron paso a pequeñas aldeas.

Cuando el número de individuos de la aldea aumentaba tanto que sobrepasaba la capacidad de producción de los alrededores, se hacía necesario buscar nuevos territorios con clima adecuado y garantía de agua, donde establecerse ese exceso de individuos, formando nuevas colonias.

Otro tanto ocurría cuando, debido a la reiteración o sobreexplotación, el terreno dejaba de ser fértil y la comunidad entera debía trasladarse en busca de nuevos territorios sin explotar donde producir alimentos, constituyendo así una agricultura itinerante. Esos trasiegos de asentamientos propiciaron la propagación de semillas de las especies cultivadas por la comunidad que se desplazaba.

Si una comunidad tenía determinados alimentos en exceso, los intercambiaba por otros con alguna comunidad vecina, iniciándose de este modo el comercio, y, a veces, ambas comunidades incorporaban a sus cultivos los nuevos productos ampliando la gama de sus propios alimentos. Así parece ser que se inició la expansión de la agricultura. Un primer paso para que el Homo sapiens abandonara la prehistoria.

En el Mediterráneo Oriental, esos desplazamientos a lo largo del tiempo propiciaron la llegada de comunidades a las zonas de los ríos Tigris y Éufrates, en Mesopotamia, por una parte, y a las orillas del Nilo por otra. Las inundaciones de los dos primeros eran irregulares y a principios de primavera, por lo que el agua tenía que embalsarse para ser utilizada durante el verano, mientras que las del Nilo eran periódicas y previsibles, y fertilizaban el suelo con los limos que arrastraban, pero sólo inundaban zonas muy próximas a su cauce.

En ambos casos, los moradores de las comunidades asentadas en la zona aprendieron la necesidad de construir canales para conducir el agua a otras zonas próximas donde a su vez se producían nuevos asentamientos, llegando incluso hasta el borde del desierto. Gracias a todo ello, los egipcios aprendieron a expandir su agricultura, siendo los primeros en llevar a cabo una agricultura a gran escala que les permitió crear un imperio fuerte basado en su riqueza agrícola. También los sumerios, primera civilización de Mesopotamia, supieron aprovechar las aguas de los ríos Tigris y Éufrates mediante la construcción de canales para producir importantes cantidades de cereales capaces de alimentar a un número mayor de individuos de los que habitaban en los iniciales asentamientos, dando lugar a que éstos crecieran, e incluso se establecieran nuevas comunidades en parajes próximos.

Otro tanto ocurrió en las zonas de los ríos centroeuropeos, Rin, Elba, Danubio, etc., que estaban habitadas por comunidades de cazadores-recolectores, llegó la agricultura domesticada, probablemente, a través de Grecia desde la Anatolia.

Se estima que la expansión de la agricultura se produjo a razón de un kilómetro por año, y que a la península ibérica llegó sobre los siglos V o IV a. C. a las costas de levante, donde arribaron por vía marítima algunos grupos de hombres neolíticos procedentes de otros puntos del Mediterráneo, estableciéndose aquí con una agricultura basada en los cereales y algunas leguminosas como las habas, los guisantes y otras.

Con el paso del tiempo, el Hombre, fue adquiriendo conocimientos y mejorando la técnica para controlar y desarrollar diversos cultivos cuyos productos le servían de alimentación para él y su ganado, a ello contribuyó la incorporación de herramientas que facilitaban la labor. Aprendió que, además de la piedra y de la madera, (se han encontrado restos arqueológicos que demuestran que los primeros labradores utilizaban un azadón de piedra con un mango de madera), se podía servir de las cornamentas y de los huesos de los animales para construir herramientas que le facilitaran las tareas agrícolas, como palas para cavar, hachas, o azadas, por ejemplo.

El arado fue una de esas herramientas fundamentales, y quizá una de las más representativas. Derivado de la azada, ha ido evolucionando desde aquel primero del que se tiene evidencia, que data del siglo V a. C. En las excavaciones arqueológicas en Egipto se han hallado diversos testimonios de la evolución de esta herramienta, como la pintura mural del s. II a. C. en la que se representa varias fases de esa evolución. 

Arar las renovadas tierras tras las inundaciones del Nilo, no resultaba excesivamente duro, ya que la tierra se mostraba blanda, por lo que bastaba con una esteva formada por una rama con forma de horquilla que hundía su punta en la tierra a modo de reja, sujetada fuertemente con cuerdas, y una pértica o timón para arrastrar el arado.

Los romanos añadieron una cuchilla afilada al timón, para evitar que resbalase en tierras húmedas. Los eslavos, a su vez, sumaron una vertedera que volteaba la tierra para removerla y airearla.

Se tiene constancia de que a principios de la era cristiana se empezaron a utilizar arneses rígidos y collares para tiro múltiple que evitaban el estrangulamiento de los animales y posibilitaban el trabajo en terrenos más duros.

En la Galicia medieval aparece un arado con ruedas, tal y como se puede apreciar en el “Tapiz de la Creación” que se conserva en la catedral de Gerona, y que data del siglo XII.

En la zona de Murcia, se estableció, posiblemente traído por los griegos, el denominado “arado dental”, en el que la cama o dental y el timón son una misma pieza de forma curva, llamada “camba”.

Tradicionalmente tirado por bueyes, caballos, asnos, e incluso camellos, según la zona, fue a mediados del siglo XIX, cuando en Gran Bretaña se ideó un arado a vapor, que, con el desarrollo del tractor, fue desplazando la tracción animal por la mecánica que es la que impera hoy en día. El arado, desde un principio y en sus diversos diseños, ha contribuido a la expansión de la agricultura a lo largo de la historia, al facilitar los trabajos de cualquiera de los tipos de terreno en los que el Hombre ha tenido necesidad de cultivar.


AUTOR: Vicente Sicilia Tárraga