Fabula de Eneas y el Águila

Eneas

Dicen que Eneas era hijo de Anquises, fundador de la malhadada ciudad de Troya o Ilión. Su madre fue Afrodita, nacida de la espuma del mar cerca de Chipre y de Urano, dios del cielo. Tras la destrucción de Troya, Eneas rescató a su padre de la ciudad en ruinas y a su hijo Ascanio aunque no pudo salvar a su esposa Creusa que murió entre las llamas en su intento de escapar. Eneas fue testigo de la muerte de Príamo, Rey de Ilión, a manos de Pirro hijo del héroe Aquiles, invulnerable en todo su cuerpo excepto en su talón. Su empeño fue ahora conducir a los vencidos y a sus familias a algún país donde levantar una nueva patria.

   La estrella matutina se estaba elevando sobre la cresta del monte Ida cuando los derrotados troyanos salieron de la ciudad en llamas. Los hombres de Eneas construyeron naves de oscuros costados y puntiagudas proas para escapar por mar de los griegos vencedores, ocupados en la trágica tarea de saquear y destruir Ilión. Con lágrimas en los ojos, los exiliados partieron de la costa de su tan querida tierra hacia Tracia, país en el que una vez reinó Licurgo. Sin encontrar un buen sitio para construir una ciudad amurallada, Eneas y sus naves pusieron rumbo a Creta, la isla de sus antepasados. Mientras planeaban la construcción de una nueva ciudad que llamarían Pergamea, Eneas tuvo un sueño en el que los dioses le conminaron a continuar su periplo en busca de una tierra en el Lacio de suelo más fértil. Con Palinuro al timón, la nave de Eneas seguida de las otras embarcaciones cruzó las embravecidas aguas que los vientos encrespaban hasta dar vista a los acantilados de Pelops y Malea donde, habiendo calmado el céfiro, los remeros tuvieron que esforzarse para hacer avanzar los barcos contra la corriente que siempre fluye de levante a poniente al sur del Peloponeso.

   Los troyanos vararon las naves en una recóndita ensenada de dorada arena donde fueron atacados por maléficas harpías quienes usando sus poderosas alas se abalanzaron sobre los navegantes que hubieron de defenderse con sus escudos de bronce, buidas dagas y aceradas espadas. Una de las furias, se dirigió a Eneas y sus hombres con estas palabras: “Exiliados troyanos, habéis escogido esta curva playa para varar vuestros barcos disturbando nuestra paz. Vuestro destino final escogido por los dioses es el Lacio. Es inútil que pretendáis quedaros aquí. Botad las embarcaciones, pedid a Eolo vientos favorables y partid cuanto antes.” Siguiendo el inapelable consejo de las horrendas aves de afiladas garras y cara de mujer, Eneas apremió a los navegantes a que soltaran amarras e izaran velas para alejarse de la guarida de las harpías. Las embarcaciones navegaron frente a Ítaca, cuna de Ulises, pasaron a lo largo de Leucate y tomaron tierra en la playa de Actium donde los troyanos untaron sus cuerpos con aceite de oliva para ofrecer gratitud a Júpiter por haberlos protegido en la larga travesía. Una vez Eneas vio a sus hombres descansados, dio la orden de partir con velas desplegadas rumbo a Épiro, arribando al puerto de Chaonia para ascender a la ciudad de Buthrotum donde supieron que Heleno, hijo de Príamo, había sido elegido rey y que había contraído nupcias con Andrómaca, viuda del heroico Héctor. Heleno invitó a Eneas y sus hombres a una bacanal en la que se sirvieron vino en cuencos argentados y carne asada de toros castrados. Tras el ágape, Eneas se dirigió a Heleno con estas palabras: “Dime oh! rey. Los dioses me han aconsejado que navegue hasta Italia para allí fundar mi propio pueblo. ¿Qué peligros nos acechan y como podremos evitarlos?” Heleno le condujo al templo del Febo Apolo, bajo cuya estatua le contestó: “Italia queda lejos. Tendréis todavía que navegar en las aguas de Sicilia, atravesar los Lagos Infernales y circundar la isla donde habita Circe. Después de muchas tribulaciones llegaréis a la boca de un lejano río cuyas riberas están cubiertas por viejos robles y veréis a una cerda amamantar a sus treinta crías, blancas como la madre. Ese será el lugar donde construiréis vuestra ciudad. Pero antes tendréis que arrumbar a cabo Peloro y desde allí poner proa a la tierra que avistareis por babor donde acechan los monstruos Scila y Caribdis quienes tres veces al día sorben hacia el fondo la superficie marina formando un gigantesco remolino para luego lanzar las aguas al cielo hasta oscurecer el sol. Estos impetuosos movimientos de las aguas hacen que las olas arrojen las embarcaciones contra las rocas para convertirlas en astillas. Para evitarlos, os será mejor recorrer una ruta más larga, contorneando el cabo Pachino para circunnavegar Sicilia y luego poner rumbo al Lacio. En todo momento, haced ofrendas a la diosa Juno para que os conceda una buena travesía. Y ahora que soplan vientos favorables, reanudad vuestro viaje.”

   Andrómaca también quiso ser generosa regalando a Ascanio un manto bordado en oro que perteneció a su hijo Astyanax muerto por los griegos en la toma de Troya. Y después de una prolongada y triste despedida los remeros condujeron los barcos de Eneas a la mar abierta donde el timonel Palinuro oteó el cielo buscando la estrella Arturo, las Híadas que predicen la lluvia, las dos Osas, y Orión con su cinto dorado. Viendo que reinaba la calma, Eneas que se encontraba en el alcázar, tomó un cuenco, lo llenó de vino y alzándolo hacia el cielo invocó a los dioses: “Dioses de la tierra, dioses del mar, dioses que gobernáis las tormentas, dadnos vientos favorables y ayudadnos a arribar a buen puerto.”

   Como respondiendo a la petición del príncipe troyano, comenzó a soplar el céfiro que llenó las velas e impelió suavemente las naves hacia el oeste. Al siguiente día, los troyanos dieron vista al santuario de Minerva sobre un saliente de la costa que protegía una pequeña ensenada con una playa arenosa buena para varar las naves. Los navegantes arriaron las velas y Palinuro puso proa al centro de la cala para encallar los barcos en la orilla. Desde la playa, ascendía un sendero que llevaba al templo hacia el que los exiliados se dirigieron para ofrecer plegarias a la diosa Juno, como les había recabado el rey Heleno. Después de los rezos, los navegantes embarcaron para continuar su odisea hasta dejar atrás el golfo de Tarento, la fortaleza de Caulonia, Scilaceum cementerio de naves, y el volcán Etna que se elevaba humeante sobre el horizonte marino. En la distancia, los navegantes pudieron escuchar el fragor de las olas estrellándose contra los arrecifes. Eneas comentó en alta voz: “Este debe ser el temible Caribdis del que nos habló Heleno con tanto empeño. Empuñad los remos y alejémonos de estas amenazantes rocas.” Palinuro maniobró el timón para que la proa de la nave cayese a babor, pero no consiguió evitar un remolino de agua que trataba de arrastrar el barco hacia las profundidades. Con el denodado esfuerzo de los remeros y protegidos por Juno, los barcos sobrepasaron los temibles Caribdis y Escila y derivaron lentamente hasta la costa de los Cíclopes para desde allí cruzar el estrecho hasta la ciudad fortificada de Cartago donde los troyanos se aprovisionaron de agua y comida para poner de nuevo rumbo a Sicilia y arribar a Eryx, una abra segura en el extremo noroccidental de la isla.

   Tras un corto descanso, Eneas ordenó elevar los mástiles, desplegar las velas de las embarcaciones y hacer rumbo a alta mar con la nave gobernada por Palinuro en vanguardia. Al caer la noche Hipnos, dios del sueño, bajo dulcemente desde el cielo y se sentó en la popa junto al timonel Palinuro murmurándole suavemente las siguientes palabras: “Palinuro, hijo de Iasus, ha llegado la hora del descanso. Baja tu cabeza, relaja tus laxos ojos y deja que yo gobierne la nave.” Desoyendo la susurrante alocución, el timonel se aferró a la caña y continuó mirando las estrellas para mantener el rumbo. De repente, el dios tomó una rama de olivo, la sumergió en las aguas del Lete, uno de los ríos del Hades, y salpicó unas gotas en las sienes de Palinuro sumiéndole en un profundo sopor.

   Eneas, dándose cuenta de que la nave a la deriva iba haciendo camino hacia el refugio de las Sirenas maniobró él mismo para zafarse de las rocas mientras lloraba desconsoladamente la muerte de uno de sus compañeros más queridos. Así entraron los barcos en una bahía de la costa de Cumas, colonia que los griegos de Eubea habían fundado a orillas del mar Tirreno. Las naves dieron fondo a sus anclas cuyos garfios se agarraron a la hondura, dejando que sus popas se meciesen junto a la playa. Un grupo de troyanos saltó a tierra para hacer aguada mientras que Eneas por su parte se dirigió al Bosque de Diana en las alturas donde existe una caverna habitada por la terrible Sibila que profetiza el futuro inspirada por el dios Febo murmurando sus palabras a través de los cien túneles y aberturas de la gruta. Al llegar Eneas cerca de la guarida, la profetisa seseó las siguientes palabras: “Ha llegado el momento de que escuches el futuro que os espera. Eneas, tú y los tuyos que habéis escapado indemnes de los muchos riesgos que habéis encontrado en el mar tendréis aún que enfrentaros a otros peligros que os acechan en tierras del Lacio. Pero antes de llegar allí habréis de continuar vuestro periplo navegando hasta Hesperia, tierra de conejos.”

El Águila

   Y así, las naves de los troyanos fueron impelidas por un feroz Bóreas que cubrió el cielo y encrespó la mar teniendo las embarcaciones que navegar a la deriva durante cuarenta días y cuarenta noches. Antes de la llegada de Eneas y su gente a aquel lugar de Hesperia, las dos ensenadas a levante y poniente de un modesto cabezo eran desconocidas para los navegantes de aquellos tiempos. En el lugar reinaban dos excelsas águilas que hendían majestuosas, trazando círculos y elipses, la neblina mañanera en búsqueda de presa por las hondonadas y valles de los campos y los barrancos en las laderas de los montes grises lejanos. En el crepúsculo vespertino, cuando la mar se teñía de azogue en la ensenada, las águilas tornaban planeando desde las alturas hasta posarse en las arriscadas cumbres de un cerro cercano. Allí, las aves satisfacían la ansiedad de sus dos aguiluchos que abrían sus picos alargando el cuello para recibir el sustento que los convertiría en formidables adultos ávidos de crear sus propias aguileras en alguna cima de la gris sierra.

   Y llegaron los troyanos, después de haber atravesado misteriosamente el negro piélago siguiendo la predicción del dios Apolo que Eneas escuchó por boca de la profetisa Sibila, a la ensenada donde lentamente resbalaban altas las dos águilas reales. Apropiáronse los navegantes de dos cabras salvajes e invitaron a los dioses a que compartieran su presa. Los hombres de Eneas usaron hierba para hacer asientos en la curva playa antes de comenzar el ágape. De repente, en una impresionante arremetida en picado desde la altura y batiendo sus alas con estruendo atacaron las águilas arrebatándoles el yantar con sus afiladas garras. A semejanza de las harpías, las aves continuaron saqueando sañudamente día tras día el alimento de los troyanos, quizás con la ayuda de algún dios maléfico que se mostraba en contra de los exiliados. Un mediodía, en el que el sol deslumbraba desde el cénit, atacaron las águilas con su habitual furor, aunque esta vez los navegantes estaban dispuestos a evitar la rapiña. Miseno dio la señal de ataque con su trompeta de bronce y al unísono los hombres de Eneas dispararon las letales flechas de sus tensos arcos y una de las aves se alzó en el azul desfallecida, mortalmente herida, sus gritos retumbando en las cercanas colinas. Eneas gritó exaltado: “hemos acabado con el macho.”

   Ahora, la otra águila se cernía lánguida en el centro de la bahía pero sin osar atacar por haber quedado sola, sus gritos de infortunio oídos por los troyanos que la observaban desde la playa con recelo. Tras un ensueño en el que Apolo dijo a Eneas: “tu periplo ha terminado. Da orden a tu gente de embarcar y de aprestar las naves para hacerse a la mar. Esta vez, con ayuda de los dioses alcanzaréis el Lacio para fundar una nueva Troya en tierras de Italia.” Al mismo tiempo, los aguiluchos abandonaron su nido en busca de otros parajes y la ensenada quedó silenciosa, casi muerta. En su soledad, la última águila había perdido su magnificencia, sintiéndose rendida por la congoja. Planeando suavemente entre los azules del cielo y del mar, sin casi estremecer sus alas, la hembra se posó sobre un picacho desgarrado del cabezo. Apenada por la tragedia Afrodita, madre de Eneas, pidió a Cronos que detuviese el tiempo para hacer que la infortunada águila permaneciese para siempre inmóvil sobre el enhiesto pico. Y aún hoy puede verse su figura petrificada como vestigio del poder infinito de los dioses.


AUTOR: Mateo Casado Baena