Correos y prensa en Águilas en los años cuarenta

Mientras que teléfonos y telégrafos eran utilizados por un exiguo número de usuarios, correos era el modo usual de comunicación que utilizaban los aguileños en la década de los cuarenta. La llegada de una carta en el pasado era todo un acontecimiento ya que se trataba del medio común que existía para ponernos en contacto con personas de otras partes de la región, del país o del planeta. Las familias de entonces veían con ansiedad la llegada del cartero con noticias de fuera, los negocios dependían de las entregas de misivas relacionadas con sus transacciones comerciales y los que coleccionábamos sellos de correos esperábamos pacientemente ver los sobres de nuestros amigos en Japón, Egipto o de cualquier otra parte del mundo. El teléfono era un privilegio de algunos pocos y el telégrafo quedaba para asuntos oficiales o como comunicación en caso de emergencia.

            Tras la fundación del pueblo de San Juan de las Águilas, la comunicación escrita se hacía primero por silla de postas desde Lorca y después por diligencias que atravesaban la sierra de la Almenara por un rudimentario camino que discurría a través de la Cuesta del Grajo. A principios del Siglo XX, el correo se recibía por tren de la compañía Lorca-Baza-Águilas que transportaba las sacas desde Alcantarilla, donde la línea enlazaba con los trenes que llegaban desde Madrid y Barcelona, y desde Baza en el tren procedente de Granada y el resto de Andalucía. Al principio la correspondencia se entregaba al jefe de tren que la custodiaba en su furgón de cola y más adelante el convoy llevaba un vagón utilizado como estafeta móvil con un empleado de correos.

            En los años cuarenta, la oficina de correos de Águilas estaba instalada en la calle Quintana, justo después de la casa del maquinista José Fúster Piñero (el Josi). En la esquina de esta calle con Rey Carlos estaba la Fonda Jorquera, regentada por mi prima Sebastiana y su marido Juan, donde paraban los comerciantes y viajantes de más prestigio que visitan el pueblo. Sebastiana Jorquera heredó sus cualidades de fondista de mi antepasado Manuel Jorquera que tuvo la primera pensión en Águilas en la esquina de las calles Cassola y Arenal. Entrado el Siglo XX, las hospederías del pueblo eran las posadas de San Antonio en la calle Rey Carlos, la de Muñoz al lado de la plaza de abastos, la de Rojas en la calle de Isabel la Católica y la de Viseras frente al casino.

            En los años treinta, el cartero mayor era Eneso (Neso) Salas quien fue expulsado y severamente perseguido y discriminado por el régimen franquista por ser masón y librepensador teniendo que encontrar trabajo de contable en la fábrica de esparto de Pepito Jiménez cerca de la trinchera. En aquellos tiempos, las sacas de lona de la correspondencia y valores certificados eran transportadas a la estación en la casi cuadrada camioneta azul de Luís el de los coches. El correo era colocado en la baca por el Mudo quien ágil como un gato se colgaba en la escalerilla del viejo vehículo, cuidando que las sacas, maletas y otros bultos de los viajeros no cayeran a tierra por los vaivenes que Luis daba a la camioneta tratando de eludir los enormes socavones del paseo de Parra aún sin pavimentar. En la estación, las sacas eran entregadas al jefe de tren que salía a las 9 de la mañana para ser llevadas al Empalme y allí transbordarlas al ‘rápido’ Barcelona/Granada y al ‘exprés’ Granada/Barcelona por el que salía a las 2 de la tarde. Cuando estos trenes no enlazaban en Alcantarilla, cosa que ocurría muy a menudo, la correspondencia desde esos destinos y los periódicos de la capital no llegaban al pueblo hasta el día siguiente.

            Los carteros repartían el correo de casa en casa y, donde había pisos, tocaban el aldabón en el portón dando un toque para el primer piso, dos toques para el segundo y así sucesivamente. Donde no había aldaba usaban toques con un pito. Las cartas para los barcos ingleses eran entregadas a los consignatarios Larrea y Monterúo que las llevaban a bordo de los vapores en el taxi de Periago tan pronto como atracaban en el Hornillo.

            Tras la llegada del correo, repartía la prensa de puerta en puerta Manuel Gris (Manolo el de los periódicos) que entregaba los diarios a sus afiliados que los compraban según sus tendencias políticas. Los ‘azules’ leían Informaciones que en los años cuarenta era un periódico germanófilo y cuyo director, Víctor de la Serna, ensalzaba el modelo social y cultural franquista. Los ‘conservadores’, como no, compraban el veterano ABC editado por la familia Luca de Tena, monárquica de toda la vida, aunque en la posguerra este diario también sostuvo la dictadura de Franco. Los ‘católicos de mea culpa’ recibían el YA que fue fundado en la época de la República por Editorial Católica. Como hizo la iglesia después de la Guerra Civil, este diario apoyó la dictadura del General Franco. Los falangistas aguileños (pocos pero copando todos los puestos políticos de nuestro pueblo) estaban abonados a Pueblo, propiedad de los sindicatos verticales del régimen y a El Alcázar, de extrema derecha. Los ‘liberales’ que quedaron después de la Guerra Civil no compraban periódicos de Manolo Gris porque solo tenían lo justo para sobrevivir y porque no existía prensa opositora al régimen de Franco en la posguerra. Los ‘exrojos’ se contentaban con escuchar las noticias prohibidas por el régimen emitidas por la BBC, por Radio Francia y las lanzadas por los comunistas desde una estación pirenaica. Las noticias locales eran publicadas por los periódicos provinciales Línea, del Movimiento, y La Verdad de Editorial Católica. Los reporteros de estos diarios de entonces eran don Agustín Muñoz García (Agustinito) y mi primo Antonio Cerdán Casado respectivamente.       

            En los años cincuenta, la oficina de correos se trasladó a la calle el Reloj, donde ahora está el museo arqueológico. En sus ventanillas conocimos a Diego Andréu y a don Eduardo Fernández Luna que se ocupaba de la sección de certificados. En esa época, la estafeta móvil en el tren llevaba como funcionario a un cordobés bajito con anteojos de gruesos cristales. Como suplemento a su escaso salario, representaba bebidas de su tierra como coñac Delage, manzanilla La Guita y anís de Rute, que eran enviadas a Águilas por ferrocarril en garrafas a la factoría de pequeña velocidad donde trabajaba mi gran amigo José Luis Vidal Blanco.

            Por estos tiempos, los carteros conocían a todos los aguileños por su nombre o apodo. En una ocasión me entregaron una postal escrita por un marinero inglés cliente de mi padre en el antiguo bar de las Delicias que la envió desde Calcuta con la escueta dirección de: Mateín, Águilas, España. Otras veces, el apodo era suficiente; por ejemplo, ‘para entregar al Rascacia, al Turrero o a Paco el de Rosalía, Águilas.’

            Finalmente, la oficina de correos fue trasladada al local donde está ahora. Allí trabajaron antes de jubilarse Luis y Miguel Andréu, hijos de Diego, conocedores de los nombres y direcciones de todo el pueblo. A Miguel se le veía a menudo distribuir el correo por los cabezos rápido como una liebre, aunque lo que mejor sabía hacer era pescar a la caña sargos de roqueo en el Fraile, Cabezo de la Mar y Cabo Cope.

            Los antiguos carteros son merecedores de nuestra consideración y también de nuestro recuerdo ya que repartían a pie la correspondencia de puerta en puerta, cargados con sus pesadas alforjas cuando no se utilizaban motos, y menos aún vehículos de cuatro ruedas.

Mateo Casado Baena.


AUTOR: Mateo Casado Baena