Entro en Twitter y el azar me pone delante de los ojos la muerte de dos chicas jóvenes en circunstancias muy diferentes. Por supuesto, vaya por delante mi pena ante estos dos fallecimientos; cuando una persona se muere, y más si es un joven que tiene toda la vida por delante, el único sentimiento que cabe es la tristeza y el deseo de que su familia pueda, de alguna manera, salir adelante con el paso del tiempo. Pero hay muertes y muertes, y esto es lo que quiero destacar.
El primer tuit que leo dice lo siguiente: «Esto es un mensaje programado. No dejéis de luchar por una sanidad accesible a todos, en especial, a nivel de atención psicológica. Hace mucha falta. Y, en especial, cuidaos mucho. Ha sido un placer».
Sigo leyendo y me voy enterando de las quejas de la persona que escribe, en cuya foto de perfil aparece una chica joven con la boca tapada por la mascarilla. En las redes sociales se la ha identificado como Ángela, parece ser que es una profesional sanitaria de 25 años con problemas psicológicos de los que era plenamente consciente, para los que pidió ayuda, pero de los que no fue atendida de manera satisfactoria. Ella misma sigue explicando:
«Perdí la ilusión por la vida cuando al pedir ayuda no se me escuchaba, culpabilizaba, trato denigrante, etc.. muchas veces, muchos profesionales no sólo mal diagnosticando sino tratarme mal por ese mal diagnóstico».
Ángela sigue diciendo: «No ha sido impulsivo, no he avisado a nadie a consciencia. Me ha matado la familia disfuncional, los servicios sociales, el fiscal de menores y, sobre todo, el trato degradante y horrible en salud mental. Sólo quiero descansar, no “simplemente dejar de sufrir”».
El último tuit dice que está «haciendo preparativos» y que anda «un poco sedada»... y luego, nada.
Por supuesto, en las redes ha habido acusaciones de ser un montaje para llamar la atención, incluso con la buena intención de concienciar sobre la necesidad de más recursos en salud mental... pero luego han aparecido personas que han acreditado que conocían a Ángela y que, sin lugar a dudas y por desgracia, se había quitado la vida dejando esos tuits programados para que todos pudiéramos leerlos después de su muerte.
Veinticinco años. Y te quitas la vida después de que te haya fallado el sistema sanitario; de haber entrado en una consulta, tarde y mal, sin que hayan sido capaces de echarte una mano. No ya el médico de turno, sino el conjunto de la sociedad. Porque cuando Ángela salió de la consulta con su tratamiento, a todas luces insuficiente, tuvo que encontrarse con la incomprensión, la burla e incluso el rechazo de las personas que la rodeaban:
–Tú es que estás histérica. ¿Te ha bajado la regla?
–¿Estás deprimida? ¡Anímate, mujer! ¡Está en tu mano!
–¿Ahora vas a ir a un loquero? Mira, problemas tenemos todos, y no nos ponemos así.
–A mi Paco, con cincuenta años y dos hijos, se le acaba el contrato el mes que viene y no sabe cómo va a pagar el alquiler; y tú, que eres joven y tienes un buen empleo, andas con milongas.
Hace unos cuantos años yo sufría unos dolores fortísimos en el abdomen, que los médicos tardaron un par de meses en diagnosticar como cólicos biliares. Y a nadie se le ocurrió decirme:
–¿Tienes la vesícula mal? No tengas la vesícula mal, dile que deje de inflamarse.
–¿Para qué vas a ir al médico? Dolores tenemos todos.
–Calmar el dolor está en tu mano, deja de escucharte y trata de no sentir dolor.
Paradójicamente vivimos en una sociedad que trata por todos los medios de paliar el dolor; nos atiborramos de medicamentos tan pronto como nos duele un poco la cabeza o nos pasamos un par de días sin dormir ocho horas o sin ir al cuarto de baño; pero basta con que alguien diga que su malestar es psicológico, que la sensación de dolor no le viene de un pinchazo en el estómago sino de una sensación de angustia en el cerebro, para que nos pongamos a menospreciar ese dolor.
Y así luego pasa lo que pasa. Que la persona afectada por la depresión termina con la mochila cargada con nuestros consejos frívolos; con nuestras bromas. Y al final la única escapatoria es un último mensaje pidiéndonos a todos que no hagamos sufrir más a los demás. Luego, el descanso. A los 25 años de edad.
Mientras una joven trataba de salir adelante ansiando por hallar una calidad de vida a la que tenía derecho, otra joven de una edad parecida la ha perdido de la manera más tonta. Voy a obviar su identidad por motivos de respeto, pero diré que se trataba de una influencer, de estas que se sacan fotos tan chulas como ficticias y que viajan a los lugares más remotos solo para que los demás veamos lo guay que es. Instagram, YouTube y otras redes son los escenarios de la vanidad de estas personas, jaleadas por muchos millones de personas que consideran más importante un cóctel de frutas en Bali que una cerveza o un café sinceros, con los auténticos amigos, en el bar del barrio. Esta persona ya se había sacado fotos temerarias en lugares tan arriesgados como barrancos, acantilados o rascacielos; la semana pasada, mientras Ángela empezaba a decirle adiós a una vida que le negaba el reposo, esta influencer cargada de optimismo y vanidad llegó al borde de una catarata de un país lejano... preparó la foto... tropezó y se mató.
Quitarse la vida porque la sociedad te ha fallado, dejando un mensaje crítico para que todos cambiemos nuestra actitud; perder la vida tratando de agradar a unos desconocidos que a los quince minutos ya te habrán olvidado. Dos maneras de ir por la vida, dos mensajes póstumos tan diferentes.
Claro que a lo mejor detrás de esa vanidad, de ese apostar la vida de manera tan tonta, existe el mismo mensaje de soledad.
Antonio Marcelo.
AUTOR: Antonio Marcelo Beltrán