Entre la ensenada de El Hornillo y Cabo Cope

A los que recientemente han hecho de Águilas su lugar de residencia y a las nuevas generaciones de aguileños les es imposible imaginar cuan bella era la zona de nuestro pueblo comprendida entre el muelle de El Hornillo y Cabo Cope; para aquellos que éramos niños en los años de la posguerra su prístina imagen permanece tan clara en nuestras memorias como cuando nos tocó vivir aquella época tan singular, aunque difícil en la historia de nuestro pueblo. Especialmente la imagen se hace más luminosa si la comparamos con el actual periodo de crecimiento galopante, el cual ha continuado imparable desde la década de los años sesenta.

Los montes del Cambrón, entre la playa del Hornillo y el Fraile, eran depositarios de la típica flora y fauna aguileña representativa del sureste mediterráneo y que ahora está a punto de desaparecer. Subiendo por la ladera oeste hasta la cima se podían apreciar atochas de esparto, y plantas de tomillo, bojalaga, albaida, barrilla, espino, varas de san josé, árnica, cornicabra.

Las flores de estas plantas y las gramíneas silvestres de la zona, atraían a enjambres de abejas, abejarugos, una gran variedad de lepidópteros y las aves emblemáticas del sureste mediterráneo: perdices, codornices de paso, palomas torcaces con sus collares blancos, tutuvías (totovías), alondras, tordos, colorines (jilgueros), cacarraches, abubillas con sus penachos de plumas en la cabeza, petirrojos y verderones que volaban en bandadas sobre estos montes costeros observados fijamente, planeando en el cenit, por cernícalos y algún halcón de pico corvo.

Desde la altura se podían ver en la bahía negros cormoranes hendiendo en vertical las manchas de pescado en busca de las abundantes plateadas sardinas, jureles y boquerones de lomos oscuros. Entre los atochares de vez en cuando encontrábamos alguna tortuga mora o la temida víbora de cabeza triangular negra, agüiles (coleópteros peloteros) y leros (arácnidos de ocho patas) en sus estrechos agujeros.

En la vertiente sur, frente al Fraile, existía un cementerio milenario donde los fenicios primero, y después los romanos trabajadores de la factoría de garum que morían en la isla eran enterrados junto a sus amuletos y urnas de cerámica. Estas tumbas fueron arrasadas por la construcción del camino para camiones construido por los promotores de la urbanización Niágara primero y por el complejo turístico después.

La costa de escarpadas laderas desde la Playa Amarilla hasta la Cola era una excepcional reserva de cefalópodos y peces teleósteos de gran tamaño, particularmente pulpos, meros y corvinas. Estas especies fueron diezmadas primero por pescadores utilizando fusiles submarinos y equipos de inmersión y después por la destrucción de sus tanas por los escombros de las construcciones en la zona de Todosol arrastrados por las torrenteras. Después, la Playa del Arroz, de imborrable memoria, yacía solitaria en las últimas estribaciones de la serranía. Hoy amenazada por otra inminente urbanización.

La única construcción que se encontraba en la incomparable rada de Calabardina, bajo la mole del Cabezo Cope, consistía entonces en un pequeño almacén que albergaba los efectos navales necesarios en la operación de la almadraba para la captura de túnidos y un muelle de madera donde atracaban los barcos de la misma. Cope se dibujaba majestuoso en el horizonte con la misma silueta que su inmensa masa ha ofrecido durante miles de años. No existían todavía los bloques de apartamentos que han comenzado a herir su ladera norte.

Los únicos que en la década de los cuarenta frecuentábamos la zona éramos los mariscadores de pulpos, lapas y caracoles, algún pescador de caña y un pintoresco individuo conocido por El Jóliver que se bañaba en cueros en la recóndita cala de la Cueva El Jaro, todo un ejemplo de hombre-naturaleza. En la cima del monte alguna vez me encontraba con un carabinero que subía desde el cuartel de Calabarrilla por la ladera norte para apostarse y vigilar la ensenada oteando el horizonte en espera de alijos de tabaco.

En la Isla del Fraile, como ha ocurrido desde tiempos de los romanos, se calaba una moruna y en el centro de la rada los trasmallos se tendían verticales a la costa para atrapar al pescado que entraba por el paso entre El Cigarro y la isla. Al alba, se adivinaba entre la fosca el boliche de El Cheles halado a mano por él y tres otros pescadores de Las Cuevas. De vez en cuando, la barca de Miguel Navarro echaba el copo en la playa amarilla en busca del caramel que entonces pululaba por las costas aguileñas.

Al comienzo de la jornada llegaba al embarcadero la primera locomotora empujando tres vagones de mineral cuyo destino era las bodegas de los vapores atracados en los costados del muelle. La actividad entonces era febril, con peones arrancando con largos pinchos de acero el mineral de los depósitos que se deslizaba por sus compuertas para caer en los vagones en los túneles, el estruendo de las piritas resbalando por las canales desde lo alto del muelle y los pitidos de las máquinas haciendo maniobras para empujar o arrastrar los vagones yanquis hacia o desde el cargadero.

Así, he creído oportuno esbozar estos recuerdos con el propósito de dejar testimonio de la incomparable belleza de aquellos montes y playas de nuestro pueblo con el fin de que los actuales y futuros aguileños puedan sentirse orgullosos de un lugar que, en el pasado, fue comparable a una perla incrustada en la costa de este rincón del sureste mediterráneo.

 


AUTOR: Mateo Casado Baena