Huellas en un mal año

Este año 2020, una cifra tan bonita y armónica de antemano, se ha convertido en una de las fechas que se marcarán en los libros del futuro. Una celebridad mala, de la mano de otros años negros como 1348 (año de la peste negra), 1918 (el de la mal llamada «gripe española») o 1933 (el inicio de la epidemia del nazismo). Estamos a dos semanas de darle carpetazo a 2020, el año del covid, o comoquiera que le llamen nuestros descendientes, quienes sin duda harán un balance bastante negativo de cómo nos hemos portado los españoles (y los alemanes, los franceses, los brasileños)... de las polémicas suicidas de los políticos, la descoordinación inepta de las Administraciones, los codazos estúpidos entre autonomías, la inconsciencia de millones de personas... y la abnegación de nuestro personal sanitario, que muchas veces se vio obligado a tragar saliva, calarse bien la mascarilla y dar un paso al frente, entrando en la zona del covid sin recursos, haciendo miles de horas extras y con el recuerdo amargo del papelito que algún vecino con mala entraña le había dejado en el ascensor de su casa. «Piensa en nosotros y vete a un hostal». Mala gente.

El año 2020 deja detrás un reguero de muertes, muchos miles de dramas entre los que destacan aquellos hombres y mujeres que lograron ser conocidos a escala mundial. No pretendo hacer un artículo triste, aunque desde luego el tema no da para muchas alegrías, pero ahí está toda esa gente célebre que se ha marchado, en algunos casos por causas naturales y en otros a consecuencia de ese virus para el que, en el momento en que escribo estas líneas, ya comienza a haber una vacuna.

En los últimos doce meses se han marchado personas que nos hicieron disfrutar, cada una en su campo, tales como los deportistas Kobe Bryant –muerto en un accidente de helicóptero en aquel mes de enero en el que aún no sabíamos que en un mercado chino empezaba a expandirse una enfermedad extraña–, Radomir Antic, Michael Robinson y Diego Armando Maradona.

Se han muerto actores míticos, como los centenarios Kirk Douglas y Olivia de Havilland. Que nadie se atreva a quitarle importancia a estos fallecimientos alegando que «ya eran muy mayores», porque una de las vergüenzas que debemos afrontar como sociedad es que hemos dejado a nuestros mayores en un segundo plano, nos hemos ido de fiesta y nos hemos relajado pensando que, al fin y al cabo, las personas que morían eran casi todas de la tercera edad. Algo que es tan falso como injusto. Un abuelo no es una persona desechable. Si se ha muerto a los 80, ojalá hubiera llegado a los 90. Y desde luego a mí mi abuela no me sobraba, ni a los 90 ni a los 100 si los hubiera vivido.

Se han muerto maestros del cine como Sean Connery, músicos de la talla de Ennio Morricone, Luis Eduardo Aute, Little Richard o el jovencísimo Pau Donés; escritores y pensadores de la talla de Quino, Carlos Ruiz Zafón, David Gistau, Rosa María Sardá o Juan Marsé; políticos como Julio Anguita, transgresores como José Luis Cuerda, Carmen de Mairena y Lucía Bosé. Se han muerto Paco el Pocero, el marqués de Griñón, la infanta Pilar de Borbón, y se ha muerto un jovencito Álex Lecquio, al que conocíamos de referencia gracias a sus padres y que simboliza el drama de las familias que este año han perdido a sus hijos.

Pero no quiero convertir este artículo en una necrológica, sino en un homenaje. Porque este año mi propia agenda personal, como la de todos vosotros y vosotras, se ha vaciado de gente que en un momento u otro entró en mi vida, con mayor o menor profundidad, y que han dejado una huella que ya jamás se borrará.

Los años son una convención, y sería injusto dejar fuera a la gente porque se ha marchado en diciembre y no en el mes de enero. El pasado otoño mantuve una relación con una mujer excepcional; a mediados de noviembre me desperté a su lado una mañana y por esas intuiciones que tiene la vida pensé en los vecinos de mi madre, Antonio y Mari Carmen. Cincuenta y seis años de matrimonio les unían; yo ya no tengo por delante ese medio siglo largo, pero aquella mañana, en una cama acogedora, pensé en que ojalá a mi pareja y a mí nos quedase tanto tiempo por delante. A la mañana siguiente me enteré de que Mari Carmen había fallecido, dejando atrás toda una vida de compañía, un viudo desconsolado, una hija, dos nietos y toda una pequeña comunidad, en este caso una comunidad de vecinos, triste por haber perdido aquella sonrisa, aquellas ganas de hacer el bien.

La señorita Mila fue la segunda persona a la que conocí cuando mis padres se vinieron a vivir a mi pueblo, Sant Joan d'Alacant, siendo yo un niño de 7 años. Fue una mujer dulce que le daba clases de 1º de Párvulos (¿recordáis?) a mi hermano, una mujer muy agradable con la que mi familia mantuvo la amistad hasta que una enfermedad se la llevó a principios de 2020. En el tanatorio se juntaron alumnos de los últimos cuarenta años, amigos de su hijo, mi querido amigo Óscar. Aquel fue el último acto social que pudimos compartir con normalidad; pocos días después de irse la señorita Mila, los telediarios empezaron a llenarse de noticias provenientes de Wuhan.

Jean-Pierre se merecía un homenaje. Jean-Pierre se merecía haber llenado el tanatorio de arriba abajo, porque fuimos miles los santjoaners que nos quedamos en casa, llorando la muerte de aquel francés que conservaba su acento de «prepagag una sena de picoteto» aunque llevaba más de medio siglo viviendo en Alicante. Con su sombrero, sus dos besos a hombres y mujeres –¡los tiempos en que saludábamos a las mujeres dándoles dos besos!–, su comentario cariñoso hacia mis hijos, a los que había visto crecer como nos había visto crecer a mi hermano y a mí mismo... Jean-Pierre se despidió con un «hasta pronto» en el Facebook porque iba a someterse a una pequeña operación en el hospital... y tuvimos que dejarle ir, solo, porque cuando nos llegó la noticia de la muerte ya estábamos confinados en nuestras casas.

A finales de mayo la ciudad de Lorca se quedó en blanco y negro. Susana Acebo, querida amiga y compañera de los medios de comunicación, había subido al cielo llevándose consigo la alegría y el color. Una mujer alegre, esforzada y peleona que durante muchos años combatió a brazo partido, y sin perder la sonrisa, contra la enfermedad que no logró robárnosla sin lucha. Un ejemplo de compañerismo, de sacar fuerzas de flaqueza y de mostrarle a la vida nuestra mejor sonrisa aunque la procesión vaya por dentro.

La muerte de Juan Rita nos ha dolido a todos los que amamos la Región de Murcia y sus tradiciones. Como periodista tuve ocasión de entrevistarle en varias ocasiones. Más allá de su arte indudable, más allá de las anécdotas que todos sabemos, su gusto por la belleza femenina, por un buen puro y una buena copa de vez en cuando, me queda la imagen de aquel pastorcico de 6 años, en cuya casa no le trataban demasiado bien, que se iba por los montes peleando con su rebaño de ovejas. Quiero creer que el Tío Rita también estará allá arriba, pastorcico de alma alegre, cantándole las pascuas y los aguilandos al Niño.

En otoño sufrí la pérdida de mi tío abuelo, Ramón Ricote, otro gran amante de la música. Durante muchos años fue pianista del Ballet Nacional. Sumaba a su arte un sentido del humor muy especial, una manera cariñosa de relacionarse con todos. Falleció en Madrid, que este año ha estado tan lejos como la cara oculta de la Luna, y al ser un pariente lejano –en el árbol genealógico, que no en los afectos–, mi rama familiar tuvo que sacrificar nuestro sitio en el tanatorio para que pudieran acompañarle mis primos y dos personas más.

No puedo seguir adelante sin mandarle un abrazo fortísimo a nuestro Juan Antonio Cánovas, que debió atravesar España entera para acompañar a su madre en este maldito año 2020, y que se merecía que los amigos le diéramos el pésame con un abrazo, y no con una llamada telefónica.

Hace unas pocas semanas sufrimos la partida de Martín Campoy, conocido en las redes sociales como «Bibliotecario Heavy». Una persona joven, culta, lúcida, inquieta, con unos valores muy arraigados y un profundo amor a Lorca. Querido hijo del contubernio; tu huella nunca se borrará.

Terminando este artículo me entero del fallecimiento de Antonia Navarro, una mujer emprendedora que quitó el hambre a promociones enteras de hoyeros y lorquinos. Y no hablo solamente de la excelente calidad de sus comedores escolares, o de su salón, sino que doña Antonia trajo empleo a La Hoya y a las localidades aledañas.

La amabilidad de mi vecina Mari Carmen, la dulzura de la señorita Mila, la bonhomía de Jean-Pierre, la entereza de Susana, la alegría de vivir de Juan Rita, el cariño de mi tío Ramón, la lucidez de Martín, el emprendimiento de doña Antonia... el año 2020 se ha llevado su presencia física, pero nos queda su recuerdo, los momentos que pudimos pasar con ellos, la huella que dejaron en nuestra vida... y nos queda su ejemplo.

Anoche, desvelado mientras pasaba revista a estos amigos, entré un momento en Twitter y me encontré con un recordatorio. Manuel Sarriá, a quien hemos conocido como «el Linterna», recordaba que hacía dieciocho años de la muerte de su amigo Juan Rosa, «el Pulga». Sus palabras cargadas de afecto y sentimiento, y la sonrisa que os habré despertado al recordar al Dúo Sacapuntas y su «22, 22, 22...», nos demuestran que la huella que dejan nuestros seres queridos se queda para siempre con nosotros.

Sonriamos, dejemos atrás este maldito 2020... y no bajemos la guardia. Mucho cuidado, aguantemos unos meses más y con nuestro sentido común, con la ayuda de nuestro personal sanitario, mandaremos al covid a las páginas negras de los libros de historia.

Un abrazo a todos y a todas. ¡Y a seguir peleando!

Antonio Marcelo.

@AntonioM_Libros.

Que un escritor de tu talla se acuerde de sus amigos, como tú lo has hecho conmigo en este artículo, me deja sin palabras.

Juan Antonio


AUTOR: Antonio Marcelo Beltrán