In Memorian

Recordar los nombres de las gentes que vivieron en Aguilas a través de los tiempos es imposible cuando no existían testimonios escritos de su paso por nuestro pueblo.

Así, en la Aquilae romana vivieron los que trabajaron en las factorías de salazones del Puerto Poniente y los que ocuparon las villas con termas de la calle el Reloj y en la de Quintana. Pero, ¿cuáles fueron sus nombres y actividades de ocio? Es muy posible que aguileños participaran en la Guerra de Cuba, pero ¿cuáles fueron sus nombres? Cuando aparecen los primeros censos del pueblo, comenzamos a conocer sus apellidos y donde vivieron, pero casi todos han pasado al olvido.

Recordamos a los que nuestros padres citaban cuando eran jóvenes, como a don Jorge Boag, al médico Luis Prieto o al alcalde Martínez Parra y a los que nosotros conocimos cuando éramos niños como don Juan Moreno el farmacéutico, don Paco Martí el maestro o a Juanico el Tonto que incansable, daba vueltas a la Glorieta durante horas. Pero, ya hemos comenzado a olvidar a los que les tocó vivir el tiempo de la posguerra. Para tratar de que el recuerdo de aquellos coetáneos míos no se diluya con el paso de los años vamos a parar el tiempo en 1948 (más o menos) y observar lo que ocurría entonces en la plaza del doctor Sánchez Fortún y su entorno.         

Igual que desde la fundación del pueblo en tiempos de Carlos III, la Glorieta siempre ha sido el polo de atracción para los aguileños donde el bullicio nunca cesa, desde el comienzo del día hasta altas horas de la noche. Sin embargo, en la década de los cuarenta la plaza del Dr. Sánchez Fortún fue un segundo centro neurálgico donde tenían lugar diversas actividades a lo largo de todo el año.

Al no estar pavimentado, el Placetón era utilizado por la mayor parte de los jóvenes de entonces antes y después de la salida de clase, entre las horas de escuela y en los fines de semana.

Allí marcábamos en la tierra los triángulos y la raya que se usaban para jugar a las bolas (canicas), el círculo dentro del cual colocábamos los caliches (fundas de las cajas de mixtos) que debíamos desplazar fuera de la línea a golpes de chapa, la poza donde tratábamos de empujar a los trompos para allí darles canos y tratar de romperlos y las marcas rectangulares sobre las que las niñas jugaban a la rayuela.

Pero sobre todo, el amplio espacio era suficiente para limitar un campo con piedras y formar dos porterías para jugar a la pelota. Los equipos de zagales de entonces incluían a los que vivían en la plaza o cerca de ella: Pedrito Torres Martínez, hijo del pedagogo  don Eduardo Torres Nevado que vivía en la esquina con Floridablanca, Ernesto Romero Palomares hijo del practicante Campoy que vivía en Jovellanos, Ernesto Mauricio hijo del veterinario municipal que vivía en el centro de la plaza, Enrique Moreno Largeteau hijo del maquinista de aquellas pequeñas locomotoras a vapor que vivía en Jovellanos, Rafaelín hijo del maestro don Rafael y su mujer doña Llanos que vivía en Floridablanca encima de la droguería de Maldonado, Pedro Díaz Mulero hijo de Rosendo el de la agencia de transportes que vivía en Floridablanca, Manuel Pou Ruiz el de la panadería de la calle Martos y Rogelio Martínez Inchaurrandieta de la Glorieta. De la calle los Arcos también bajaban a jugar: Manolo Sagredo hijo de maquinista, Pedro Terrones García que vivía junto a mi viejo amigo y camarada Pedro Sicilia Tárraga y su hermano Vicente y Pedro Segovia Paredes hijo del encargado de las quintas en el Ayuntamiento.

De la misma manera acudíamos a la plaza los que vivíamos más lejos: Mateín el de las Delicias, Armando Andréu Grima, Dieni Rodríguez y Juanito Hernández de la Colonia, Luis Díaz Martínez y los hermanos Acosta de la Cuesta el Sol, Jorge Font Alterats, catalán, hijo de un pescador de gambas de Cambrils que vivía en el Piecastillo, Emilio y Miguel Pérez Jerez hijos del Pintor que trabajaba en los talleres y Pedro Peña Espinosa hijo de Gaspar y Nicolasa, ambos de la calle los Carros, Luis Salas el de las bicicletas de la calle Balart, Pepe Gutiérrez Cáceres de la calle del Arenal, Manolito Vidal Blanco que vivía frente a la taberna del Túnel, Pepe López que luego fue cartero, Teo Martínez Luengo que tenía su casa en la explanada del puerto y algunos otros. 

Los juegos eran interrumpidos cuando llegaban al pueblo grupos de atracciones que instalaban barcas, en las que nos balanceábamos hasta ponerlas casi horizontales mientras el encargado trataba de controlarlas usando una plancha de madera como freno; caballitos de vivos colores que giraban bajo una cenefa de luces parpadeantes; coches eléctricos de choque con su característico olor a metano producido por los chispeantes contactos de las barras terminadas en un fleje que se deslizaba sobre la malla electrificada del techo; las casetas de tiro con flechitas o perdigones, y la pequeña noria que funcionaba empujada por el encargado que se colgaba de los asientos para hacerla girar con su peso.

De vez en cuando, en el Placetón se instalaba un circo con malabaristas, payasos, perros y diminutos ponis amaestrados, forzudos trapecistas cuyos poderosos dorsales, admirados con envidia por los enclenques jóvenes de entonces, les permitían ascender velozmente por las escalas o mantener sobre sus hombros a una señorita con falda cortísima.        

La plaza estaba conectada con las demás zonas del pueblo por calles donde existían negocios que ya han desaparecido.

En Jovellanos, estaba el bar de Pedro (Repostería del Casino) donde se jugaba a las cartas y al dominó en una atmósfera cargada de humo de cigarros de paquetón, Ideales y Celtas. Allí jugaban al dominó los zagales mayores como Pepe Angosto que vivía frente al cine Ideal, Felipe Hita de la calle Rey Carlos y Jaime Navarro de la Calica.

En la esquina estaba la taberna del Pavo con enormes barriles de Jumilla, Bullas y Ricote. A ella íbamos con una botella a comprar tres cuartos de litro de vino para el almuerzo o la cena que el Pavo llenaba con un embudo.

Floridablanca comenzaba con el local de Auxilio Social, donde se distribuyó comida a los pobres de la posguerra, frente a la fonda de la familia de Víctor Viseras que después marcharía a Venezuela; la casa de Baltasar el sastre y la droguería de Maldonado (El Sordico) envuelta en aromas de alcanfor, Flit, jabón Lagarto y azulete para la ropa, donde aprendimos Esperanto, lengua que nunca llegó a prosperar, la vivienda de don Rafael, su mujer doña Llanos y sus hijos Rafaelín y José Luis.

Al otro lado de Floridablanca el Alpargate Grande regentada por Gonzalo que fue líder de los Exploradores donde se vendía calzado de suela de cáñamo o esparto y abarcas de goma de neumático, la farmacia de Muñoz (el Carabo), la clínica del practicante Pepito Muñoz y la casa de Rosendo Díaz y sus hijos Pedro y Teresita. En la calle Martos se encontraba la casa de la familia Escámez con Anita de singular belleza y su hermano pelotero en el Águilas y en equipos de fuera; la panadería de Manolo Pou Ruiz, camarada del Frente de Juventudes; la vivienda de los Pereira (Cueveros); la casa de mi tío practicante Juan Fernández Resalt y en el piso de arriba la del ferroviario Pepito Acuña con sus muchos hijos y enfrente la vivienda de los Mula.

En la plaza del Granero el taller de autos y camiones y la vivienda de María Belén. En la calle de Joaquín Costa (Calica) existía una fábrica de barita cuyo dueño era el catalán Sr. Munté que se encargaba también de las salinas de Terreros. Vivía al final de la calle (Tropezón) con su esposa e hija Montse. Al lado estaba la casa del inolvidable práctico del puerto y el Hornillo don Emilio Landáburu con su esposa doña Aurora y sus hijos Aurorita y Emilito, luego marino y alcalde. También en la misma calle se encontraba la vivienda de Pepe López, contable en la fábrica de esparto de MacLean y clarinetista en la banda de Águilas, con su mujer Pura y su hija Carmen.

En el mismo Placetón estaba (y sique estando, desafiando el paso del tiempo) la vivienda de Isabelita Rodríguez cuyo padre representaba en Águilas la cerveza Moritz antes de la Guerra. En el bajo de la casa de Isabelita estaba la carpintería de Joselito, casado con Ernestina López, maestro ebanista de pintoresco acento andaluz y en un costado la escuela de párvulos de doña Adela por la que pasaron un gran número de diminutos aguileños. En la esquina con Floridablanca, en una minúscula caseta tenía su zapatería el maestro Bomba donde llevábamos los zapatos para ponerles medias suelas o pequeñas herraduras en las punteras para que durasen más, la vivienda del veterinario Mauricio y su hijo Ernesto, gran pescador de meros con arpón, la taberna de Bernabé, una peluquería y la tienda de quincalla de los hermanos Llorca.

Esperemos que todos aquellos protagonistas de la vida en Águilas en tiempos de la posguerra, muchos de los cuales ya se fueron, no queden en el olvido. El tiempo pasa implacablemente pero su presencia en aquella inolvidable, aunque difícil, época debe permanecer para siempre como parte de la historia de nuestro pueblo.

Mateo Casado Baena

           

 

 


AUTOR: Mateo Casado Baena