El Puerto de Águilas hace ochenta años

Con solo unos 15.000 habitantes, hacia 1940 la actividad marítima en Águilas era similar a la de otras ciudades costeras mediterráneas población, como por ejemplo Almería o Cartagena, pero la configuración del puerto era muy diferente a la de ahora.

El rompeolas que abraza la ensenada por el sur consistía en una estrecha, frágil hilera de rocas extraídas de la falda oeste del monte del castillo a finales del Siglo XIX que fueron transportadas por la calle Triana. En su punta, existía una farola roja de gasoil que era encendida y apagada por el guardafaro Pepe El Calores a la puesta y salida del sol. La linterna era bajada e izada por medio de un torno accionado a mano con una manivela. En los costados de la escollera la mar prístina de entonces bañaba las enormes rocas donde se podían ver incrustadas lapas de gran tamaño, erizos negros y de color ocre rojo, carabitaños (caracoles ermitaños) y alguna estrella de mar.

En la conjunción del estrecho malecón con tierra firme en Punta Negra había un faro de corto alcance cuya pequeña estructura estaba dominada por un fanal que emitía una luz blanca de destellos para guiar a los navegantes durante la noche. Su pequeña torre estaba protegida por un pararrayos unido a un cable de cobre grueso que terminaba en un foso con su fondo a nivel del mar.

Antes de la mutilación de la ladera sur del Castillo para reforzar el rompeolas, existían los Tres Pasos del Moro al sur del fortín y una vereda entre los riscos por la que, detrás del faro, podíamos escalar el cabezo hasta llegar a la batería de San Pedro, a la que ascendíamos por el postigo de la muralla orientada al mediodía.

Entre el faro y el Cantoné (viviendas en la falda del Castillo) había un refugio excavado en la arcilla amarilla del monte durante la Guerra Civil para proteger a los tripulantes de las embarcaciones en el puerto, pescadores, y estibadores de los bombardeos en la Guerra Civil. Decían los antiguos que los milicianos disparaban junto al refugio tratando en vano de alcanzar las pavas. En la torre se había instalado una sirena que anunciaba con sus estridentes silbidos que eran correspondidos por la sirena de los talleres cuando los aparatos se acercaban al pueblo para bombardear la estación. Estos estridentes toques daban tiempo para que los despavoridos aguileños corriesen a los diversos refugios que se habían excavado en el pueblo. 

El muelle comenzaba con una pequeña dársena para faluchos y pailebotes (pequeñas goletas) de cabotaje que cargaban mercancías para los puertos de Andalucía y Levante. Seguía el Martillo, un saliente del muelle en forma de T donde podía abarloarse un vapor para carga y descarga, y que en aquel tiempo se hallaba destruido por una bomba que cayó en uno de los ataques aéreos en la década anterior. El objetivo del bombardeo fue un carguero que hizo escala en Águilas después de haber embarcado uva en Almería.

Venía a continuación la dársena mayor donde atracaban vapores de medio tonelaje de compañías como la Ramos y Vasco Andaluza (loas cabos). Enmarcados en los amarillos bloques del muelle existían negros norays donde se encapillaban las estachas de amarre de los vapores.

En los primeros tiempos, el mineral fue el producto más exportado y en la década de los cuarenta fue el esparto por la demanda en el extranjero y en Cataluña para manufacturar cordelería y, sobretodo, papel. En las fábricas se prensaban los manojos en balas que eran transportadas desde las numerosas fábricas en carros y las procedentes de Almendricos en vagones del ferrocarril cuyo ramal llegaba hasta el mismo puerto. En la parte norte de la dársena había un caserón para el almacenaje de mercancías donde se encontraba la oficina del factor. Junto a este almacén existía una caseta de carabineros para la vigilancia del puerto. El muelle terminaba en la escala real donde podían atracar botes para el embarque y desembarque de tripulaciones.

En el oeste de la zona del puerto había dos explanadas cortadas simétricamente por la calle Rey Carlos donde anteriormente se depositaba mineral en espera de ser embarcado. En la explanada sur existía el cine España al aire libre cuyos asientos consistían en incómodas gradas de cemento en la sección “general” (arriba) y en simples asientos de madera en la sección “butacas” (abajo). En la explanada norte se había construido una plaza de toros de madera la cual servía para proyecciones cinematográficas. Bajo el murallón de la Cuesta del Sol existía otro refugio que tras la guerra fue utilizado para el servicio de barrenderos.

Al final del muelle había una pequeña playa (la Calica) frente a la que anclaban los barcos de los pescadores, la draga, la falúa del práctico y el bote de salvamento del puerto. Esta embarcación a remo estaba construida con departamentos estanco que la hacían prácticamente insumergible aun en los casos de grandes temporales. Por ambos costados del bote discurría un cabo con varios senos en los que los náufragos podían asirse antes de ser izados a bordo. En la arena de la playita se solían varar los botes de los pescadores usando parales untados de sebo. Una vez en seco, las embarcaciones eran calafateadas y pintadas durante los meses de invierno. Había además un pequeño varadero mecánico para pequeñas mamparras consistente en un cilindro horizontal accionado a mano donde el cable arrollado servía para halar las embarcaciones. Por este medio fueron varados dos cazabombarderos ingleses que amararon en aguas de Cabo Cope a principio de los años cuarenta y que fueron remolcados al puerto por un pesquero con base en Águilas.

La pequeña cala terminaba en el Tropezón donde había una fragua (la Fragüica) en la misma lengua del agua. Las viviendas de la Calica comprendían las casas bajo la Cuesta del Sol que daban al levante, las viviendas en la parte norte y la calle de D. Joaquín Costa. En el número 7 vivía entonces la inolvidable familia Landáburu (don Emilio, práctico del puerto y del Hornillo; doña Aurora, y sus hijos Emilito, después capitán de la marina mercante, práctico y alcalde de Águilas, y Aurorita.) En esta calle, antes de llegar al Placetón existía un molino de barita, propiedad de la familia catalana Munté con su hija Monse. Casi enfrente estaba la casa de Pepe López, que tocaba el clarinete en la banda y trabajaba en la fábrica de MacLean como contable, con su mujer Carmen y sus hijas Carmen y las mellizas.

Por esta explanada iban y venían a pie, si acaso en bicicleta, las gentes de entonces: mujeres que vivían en el paseo de Parra y en la cuesta la pesquera con faldas anchas de color oscuro llevando la compra desde la plaza; obreros calzando alpargatas de la tonelería de Lencina, del pequeño astillero de Carrasco y de las fábricas de esparto; pálidas señoritas del Hogar; carabineros con bigote del cuartel de la guardia civil; empleados con camisas azul mahón de la estación, del Hornillo y del taller de Ginés el fundidor, y pescadores descalzos de las cuevas del Rincón. Todo envuelto en los silbidos de las pequeñas locomotoras a vapor haciendo maniobra en el muelle, los pitidos de algún carguero entrando o saliendo del muelle, el ronrón de las traíñas haciéndose a la mar y las voces de los contramaestres dirigiendo la maniobra de embarque desde la cubierta de los mercantes.

¡Gran cambio desde los años cuarenta a hoy!

           

 

Mateo Casado Baena


AUTOR: Mateo Casado Baena