Asi somos

Pararon para comer en un McAuto que había a las afueras de San Froilán pero no se les ocurrió acercarse al restaurante. Los escaparates habían sido destrozados a pedradas y dejaban ver trozos de brazos, piernas, espaldas y cabezas de camareros y clientes. Algún superviviente aburrido había escrito las palabras fuck you en la explanada de cemento que se abría delante de la puerta principal, usando para ello las monedas que debía de haber cogido de la caja registradora. El sol de mediodía arrancaba reflejos de oro y de plata sobre la superficie pulida de las monedas.

Mientras colocaban sobre una mesa el pan de molde, las bandejas de embutido, las latas de refrescos y la fruta que les iban a servir de comida, Castro recorrió las instalaciones con la mirada observando con tristeza a los últimos clientes de la hamburguesería. Una manita infantil había quedado pegada al interior de una cristalera rota, en la superficie de una piscina de bolas. En el exterior, en las mesas de la terraza, una pareja yacía abrazada sobre el césped artificial. Más allá un anciano de piel muy rosada, sentado con la cabeza sobre el pecho y una mancha negra en la entrepierna; a sus pies dos chicas, una de ellas con el móvil aún en la mano. Un hombre con la ropa azul y amarilla de los carteros tumbado encima de la mesa junto a su lata de cerveza, como si le hubiera dado un infarto tras haber entregado el paquete más pesado del mundo…

–Cuánta muerte, cuánta tristeza… –se lamentó Castro.

–Y cómo ha quedado la ciudad –añadió Serrano, con su voz monótona de las grandes pasiones.

–Tampoco se ha perdido gran cosa –escupió Elsa.

Castro la miró con dureza.

–¿Qué? –se defendió la chica–. No me refiero a los muertos, no soy gentuza. Me refiero a… –Hizo un gesto vago con la mano con la que pretendió abarcar toda la ciudad, las calles colapsadas, los edificios vacíos–. Me refiero a que, para lo que había, mejor que se haya ido a tomar por culo.

En los años que se iban a suceder Serrano y Elsa volvieron más de una vez sobre aquel momento. Ninguno de los dos fue capaz de recordar las palabras exactas, pero sí el sentido de lo que Castro les dijo, la vista fija en el horizonte, la voz pausada.

Que en España no ataban los perros con longanizas no se le escapaba a nadie. Siempre había sido un país complicado, lleno de ignorancia y de soberbia, de envidias y de recelos; de lazos y banderas que se excluían entre sí. En el país que acababa de morir había corruptos, sinvergüenzas, incompetentes, gandules… pero también estaba lleno de hombres y mujeres buenos, solidarios, honestos. La crisis del coronavirus, que habían afrontado pocos años atrás, había sacado lo mejor de muchísimas personas. Había habido gente capaz de darse de bofetadas por un rollo de papel higiénico, pero también muchos ciudadanos decentes que habían acudido a los retenes policiales y los mostradores de urgencias para darles cajas enteras de mascarillas y geles desinfectantes a quienes se estaban jugando la vida por todos.

En los primeros días, antes de que el Gobierno decretase el confinamiento general, muchos egoístas habían vaciado en masa las primeras ciudades en las que se había detectado el virus –Madrid, Barcelona–, para irse a disfrutar a las playas de Levante, a los Pirineos o a los pueblos pintorescos de la España vaciada, sin que les importase lo más mínimo si con aquella escapada estaban extendiendo la enfermedad. Pero desde los primeros días había habido también gente solidaria, vecinos que animaban a la comunidad ofreciéndose a hacerle la compra a los ancianos, informáticos que ocupaban el tiempo y el dinero confeccionando mascarillas en las impresoras 3d, músicos, escritores o cineastas que habían cedido gratis la canción, la novela o el cortometraje con el que estaban tratando de hacerse un hueco en el mercado… o, sencillamente, transformando su metro cuadrado de terraza en el escenario de un concierto o un bingo comunitario.

Más de un político al que Castro no habría votado ni con una pistola en la sien había demostrado altura de miras, dejando las rencillas para momentos más gratos. En aquellos días tan duros que ahora parecían pertenecer al pasado remoto, las redes sociales –aquel archivo global que se estaba borrando por momentos en un mundo en el que ya no quedaban informáticos en activo– se habían llenado de ofrecimientos de todo tipo. Profesionales, expertos, incluso aficionados que solo sabían hacer bien una cosa, se habían mostrado dispuestos a hacerla gratis por los demás.

Y, sobre todo, el humor. Castro aún podía recordar la manera ingeniosa, atrevida y valiente en que el país entero le había plantado cara a aquella muerte invisible a base de vídeos y wasaps.

Pese a todos los garbanzos negros, a todas las injusticias, aquella había sido una sociedad estructurada llena de personas honestas. Había habido buenos políticos capaces de trabajar en serio por el bienestar de los ciudadanos, militares que cambiaban las armas por las mangueras de fumigar, periodistas sin miedo que luchaban contra el miedo y la mentira tratando de dar información veraz, empresarios comprometidos de verdad con el bienestar de los currantes, currantes que hacían miles de horas para dar de comer a sus familias, autónomos tan llenos de deudas como de ilusión, y jueces capaces de sentar en el banquillo a los más golfos.

En la España que había quedado atrás para siempre había problemas muy serios: desigualdades muy fuertes, corrupción generalizada, millones de parados, mujeres muertas a diario a causa de la violencia de género, peleas por las banderas, desahucios, fascistas, recortes en servicios esenciales… pero también había mujeres como Jéssica y Elsa llevando uniformes, conduciendo autobuses, dirigiendo empresas y presidiendo los consejos de ministros. Los homosexuales y las personas trans podían casarse y adoptar hijos pese a los ataques en forma de homilías, sentencias anticuadas o pedradas. A nadie se le obligaba a casarse siguiendo los ritos de ninguna religión; ni siquiera era obligatorio casarse para vivir en pareja como había sucedido hasta el último tercio del siglo anterior. Había personas con Down ocupando concejalías, autistas prosperando en su puesto de trabajo, ciegos que llegaban a alcaldes de su pueblo, parapléjicos que se sentaban en un escaño adaptado del Congreso. Muchos municipios tenían concejales, incluso alcaldes, nacidos en Ecuador, Argelia o Senegal. No todo el mundo estaba de acuerdo con aquellos avances, pero la inmensa mayoría entendían que no tenía sentido frenarle a alguien la carrera o meterse con su manera de vivir por ser un inmigrante, un discapacitado, un gay o una mujer.

–En tiempos de mis abuelos, una rubita de clase baja como tú solo habría podido emplearse de maestra, secretaria o enfermera –terminó de decir Castro–. Así que te pido menos displicencia, y más respeto.


AUTOR: Antonio Marcelo Beltrán