El Carnaval de 2022 marcó el punto culminante en la guerra entre el municipio pesquero y el bancal de los almendros, como de vez en cuando les llamaba Paco Paredes en sus sonetos.
Desde tiempo inmemorial los aguileños elaboraban la cuerva, una bebida carnavalera con una base de vino a la que iban sumando diversos ingredientes como limón, canela, vino, gaseosa, vino, azúcar, refresco de naranja, vino, ginebra, vodka, Coca-Cola, vino, frutas en almíbar, whisky o vino. Había tantas recetas como aguileños, o quizás aún más, ya que la proporción entre los ingredientes de aquella bebida de los dioses iba variando a medida que las jarras, las ollas y los barriles se iban agotando y había que ir rellenando. El viernes de Carnaval los aguileños celebraban el Concurso Nacional de la Cuerva: un Gran Jurado se dispersaba por las calles recorriendo bares, locales comerciales, garajes y casas particulares, catando las diversas cuervas para dar con la receta más delicada del año.
Como era de esperar, los de San Ginés también llevaban años elaborando su propia cuerva: un brebaje al que no pudieron llamar «ginerva», como era su intención original, porque llevaba a confusión sobre todo cuando te habías bebido medio lavabo y la lengua se trababa, ni tampoco «gineserva», ya que hacía cincuenta años en una casita junto a la falla de Alhama había ejercido como prostituta una mujer a la que habían llamado «la Gineserva», que por más señas era tía o prima lejana de la mitad de los vecinos del pueblo, y llamar así a una bebida alcohólica habría sido una falta de respeto a la memoria de la difunta.
Era viernes de Carnaval y el Gran Jurado ya había pronunciado su veredicto, que había recaído en un primo lejano de Paco Rabal. Uno de los miembros del alto tribunal se dirigía a su peña para cambiarse de traje cuando al llegar junto al puerto pesquero fue abordado por un pequeño grupo de personas. Cinco hombres, de edades muy dispersas, unos con barba postiza y otros con diademas de gatos, vestidos con lo que podían ser disfraces caseros o bien harapos arrancados de las fauces de algún contenedor. Allí había leotardos, purpurina, pelucas rosas, zuecos de madera, una careta de plástico de Donald Trump y lo más alarmante, lo que hizo que el jurado mirase alrededor buscando alguna ruta de escape: dos de los miembros vestían bragafajas color carne, una pintada con corazones de carmín y otra con una rama de almendro a modo de estrafalaria cola de felino.
–¡Gineseros! –murmuró el jurado, irguiendo la cabeza para afrontar la paliza con la dignidad de su cargo y llevándose las manos a la entrepierna a fin de evitar males mayores.
Pero aquellos bárbaros del norte no habían venido en son de guerra. Bajo la luz de la luna, a la sombra del castillo de San Juan y a los pies de aquel Ícaro que había sido mancillado tiempo atrás, la comisión carnavalera de San Ginés le rogó a aquel modesto miembro del Gran Jurado de la Cuerva que les acompañase hasta uno de los extremos más apartados de la escollera. Allí había tres furgonetas mal aparcadas, cada cual con su modesta escolta de zagales y zagalas, ellos disfrazados con peluca y bragafaja y ellas con mono de mecánico y un pincho en la mano por si las moscas.
Dentro de los vehículos había un total de treinta japoneses, vestidos de pantalón corto, camiseta con la Cruz de Caravaca, sandalias y la cara de un color que resultaba demasiado pálido incluso para unos embajadores del Imperio del Sol Naciente.
–¿Están borrachos? –preguntó el aguileño.
–Están muertos –murmuró el jefe de la partida, un anciano vestido de Elsa la de Frozen que luego, con más confianza, se presentó como el alcalde de San Ginés.
–Los hemos matado hace dos horas –añadió el hombre con bragafaja y careta de Donald Trump, que enseguida enseñó la placa que le identificaba como sargento de la Policía Local.
Mientras el aguileño comprobaba el pulso y el aliento de los japoneses y se convencía de que estaban completamente muertos, los gineseros le fueron explicando lo que había pasado, quitándose la palabra los unos a los otros.
Aquella misma tarde, al conductor del autocar, que llevaba a los japoneses desde Caravaca hasta Lorca, dentro de una ruta religioso-cultural, le habían sentado mal las cinco o seis cervecitas que se había tomado mientras los turistas se hacían selfies en la Cuesta de los Caballos del Vino, preguntándose dónde estaban los caballos y dónde estaba el vino. Por eso, en vez de dirigirse a Lorca se había despistado y había acabado metiendo el autocar en la calle principal de San Ginés, hasta atascarlo entre los muros de piedra de dos bancales de almendros. Allí se había quedado, y allí debía de estar todavía, tratando de darle media vuelta al armatoste ayudado por las indicaciones contradictorias pero muy entusiastas de una veintena de ancianos.
Por su parte, al verse en libertad el grupo de turistas se había dispersado por el pueblo, y al cabo de diez minutos habían confluido todos en La Vieja Ruta, el único restaurante que había en San Ginés. Por suerte o por desgracia, en aquel momento los miembros de la Comisión del Carnaval acababan de elaborar una cuerva con la que pensaban darle a los aguileños en los dientes, pero necesitaban alguien imparcial que les diera su opinión...
–Bastó con medio vasico para que cayeran desplomados como pajaricos en una mina de gas –explicó el alcalde, no sin un punto de orgullo.
Al ver que aquellos turistas estaban más muertos que las calles de Lorca un domingo de agosto, los vecinos convocaron un pleno extraordinario. Algunos hablaron de sobornar al chófer para que dijera que ya venían muertos desde Caravaca; otros plantearon ofrecerle un vasico de cuerva y enterrarlos a todos en un bancal. Otros, más sensatos, objetaron cómo iban a esconder el autocar.
Finalmente se impuso la teoría más lógica: bajarse con los cadáveres al Carnaval de Águilas y dejárselos allí tirados a los enemigos, para aguarles bien la fiesta. De manera que pidieron voluntarios –y allí faltaron manos–, metieron a los japoneses en varias furgonetas y se pusieron en camino. Sin embargo, los baches y las curvas de la carretera hicieron que los gineseros acabasen echando por las ventanillas hasta la última copa de alcohol; al llegar al puerto, la brisa fresca del mar hizo el resto, y finalmente el jefe de Policía –nobleza obliga– se planteó que quizás los aguileños tuvieran experiencia en enfrentarse a situaciones tan extremas como aquélla.
Eso fue lo que le contaron entre todos a aquel jurado de la Cuerva, que después de unos instantes de reflexión asintió para sí mismo, cogió el teléfono móvil, llamó a un par de personas y les dio instrucciones. No había pasado un cuarto de hora cuando alrededor de las furgonetas se congregaba un grupo de hombres y mujeres venidos de los cuatro rincones de Águilas. Penachos de plumas, túnicas con lentejuelas, maquillaje corporal... algunos bailaban suavemente al son de una música que sólo sus almas podían escuchar.
–Los habéis matado con un trago de cuerva –murmuró el presidente del Gran Jurado mientras contemplaba atónito los cadáveres amontonados.
–Así es –afirmó el alcalde de San Ginés.
–Buena receta –admitió el presidente, ecuánime.
A continuación el Gran Jurado de la Cuerva se apartó unos metros para deliberar. Pasaron varios minutos. En un momento dado, los jurados se acercaron al remolque de un coche y sacaron una olla llena de un líquido oscuro que reflejaba la luz de la luna. Los destellos rojos y verdes del puerto sobrevolaban la superficie negra como extraños pájaros en llamas. Uno se sacó del bolsillo una petaca y añadió unas cuantas gotas; otros hicieron lo mismo con botes, botellas y botellines. Mientras tanto los gineseros, que habían sido expulsados de manera inconsciente hacia el exterior del círculo místico, aguardaban con el alma en vilo.
–Haced un embudo con un cartón –mandó el presidente.
Dos de los jurados obedecieron al instante. Otros dos cogieron por los brazos el cuerpo inerte de un japonés de edad avanzada, lo sacaron del interior de su improvisado furgón mortuorio y lo colocaron en posición, el cuello hacia atrás, la boca abierta. La estatua de Ícaro parecía dominarlo todo desde aquel pedestal que ya no volvería a ser profanado por los bárbaros e ignorantes aprendices del norte.
Con un gesto decidido, y sin que se derramase ni una sola gota, el presidente del Gran Jurado dejó caer un cazo entero de cuerva en la boca del cadáver.
Hubo unos instantes de silencio en los que sólo se escuchó el susurro de las olas, los repiqueteos de mástiles y cabos empujados por el viento y la música lejana de los sonomóvil.
De pronto el cadáver se irguió; el japonés se puso en pie, alargó los brazos, miró a su alrededor y gritó:
–¡Agua, Popeyeeeeee...!
Y con esto quedó zanjada para siempre la disputa estéril entre los dos municipios. Los sabios miembros del Gran Jurado de la Cuerva devolvieron a la vida a aquellos japoneses, que a renglón seguido cambiaron las camisetas por los bodys, los pantalones por las boas de plumas, y se perdieron bailando entre el bullicio carnavaleño.
Los gineseros se abrazaron a los miembros del Gran Jurado, le dieron vítores a su patrón San Marcelo, a la Pava de la Balsa y al Carnaval de Águilas... y al año siguiente expresaron su agradecimiento contribuyendo a la riqueza de los desfiles aguileños con una carroza tan primitiva como llena de entusiasmo, tirada no por uno sino por dos tractores, desde la cual deleitaron a aguileños y visitantes con una demostración del lanzamiento de bidones explosivos... lo que fue muy celebrado ya que, antes de que llegasen los GRS de la Guardia Civil y se los llevasen a todos al calabozo, con sus bragafajas y sus plumas, les dio tiempo a lanzar una docena en dirección todos a Lorca.
AUTOR: Antonio Marcelo Beltrán