Hay una cierta rivalidad entre Águilas y Lorca, eso ya se sabe, pero lo que existía entre Águilas y San Ginés era pura envidia, envidia sobre todo por parte de los gineseros, encaramados en su pequeño pueblo en las montañas, entre bancales de almendros y bosques de pinos.
Que haya piques entre lorquinos y aguileños es hasta cierto punto natural: los dos municipios son vecinos; los de Lorca se consideran gente «de ciudad», y algunos se comportan casi como colonizadores que, si no se molestan en anexionarse Calabardina, es porque lo bueno de estar de visita es que no tienes que barrer la casa ni fregar los platos: que se encarguen los aguileños de limpiar su playa y quitar sus algas, y que viva el Paso Blanco, o el Azul. Por su parte, en Águilas hay muchos que sólo suben a Lorca por obligación, porque no hay otra manera de llegar a Murcia y al resto de España que cruzar el puerto de Purias, atascarse en las rotondas de la circunvalación y pasar por debajo del castillo, por el túnel siempre en obras... eso, o afrontar la autopista de peaje, y no están los tiempos como para tirar el dinero.
Las peleas entre Águilas y San Ginés ya eran harina de otro costal. Para empezar, eran muy pocos los aguileños que se molestaban en entrar en San Ginés, como no fuera para tomarse una cerveza o echar un pis si iban de camino a Caravaca. Al otro lado de una carretera estrecha y llena de baches les aguardaban una docena de calles no todas asfaltadas, una plaza con una fuente y una iglesia, un puñado de casas viejas y mal cuidadas, y un millón de almendros tratando de meterse por las ventanas de las plantas bajas, en ocasiones con éxito porque la pérdida de población –junto con los borrachos y las heladas– era uno de los males endémicos en aquella aldea centenaria, nunca sometida ni a la Ciudad del Sol ni a la de la Cruz, siempre en un segundo plano y para más inri con envidia de aquel puerto pesquero e imán del turismo del que les separaban cerca de ochenta kilómetros.
Los habitantes de San Ginés nunca habían tenido intención de comparar sus modestas pero sentidas fiestas con los dos titanes que les rodeaban por el lado de las montañas y el de los bosques de pinos. No podían competir con la majestuosa Semana Santa de Lorca, desfile de tronos, cuadrigas y carrozas, algunas de ellas con motivos tan pintorescos como pirámides de Egipto o diablos encadenados a la bola del mundo. Tampoco se les habría ocurrido imitar a los Caballos del Vino caravaqueños, más que nada porque en San Ginés una bota de vino duraba menos que un caramelo a la puerta de un colegio.
Sin embargo, a principios del siglo xxi a los gineseros se les ocurrió desafiar a los de Águilas poniendo en tela de juicio el Carnaval e iniciando una competición que se les acabó yendo de las manos y que tuvo su punto culminante en la Mejor Cuerva del Mundo del año 2022.
Cualquiera que conozca Águilas, cualquiera que tenga un poco de cultura, sabrá que sus vecinos ponen la carne en el asador a base de trajes –que no «disfraces»– confeccionados con esmero, uno por cada día de desfile. Desde los modelos sofisticados, enrevesados, que llegan a desafiar a la ley de la gravedad porque sólo se rigen por la estética, hasta los trajes temáticos con los que familias, peñas o barrios enteros narran auténticas historias, siempre acompañados por la música y el baile.
Nadie sabe de dónde les vino a los gineseros aquel énfasis por igualar e incluso superar a sus remotos vecinos del otro lado de la Región; aunque ellos jamás han soltado prenda al respecto, parece que en una ocasión un grupo de zagales pasó varios días, con sus noches, en el municipio pesquero, disfrutando de los bailes del Carnaval, de los trajes y de la cuerva, ese licor típicamente aguileño con la receta secreta, que en cada casa es diferente pero que nunca se aleja demasiado de un patrón, severamente juzgado por un Gran Jurado de catadores, que al tiempo son unos hábiles cantores y unos eruditos conocedores del latín.
No se sabe si a los gineseros les mordieron los celos, ese monstruo de ojos verdes... si se sintieron frustrados porque las aguileñas –de ojos marrones, negros, azules o esmeralda– les negaron su compañía al verles bajarse de las furgonetas en tropel, gritando, ya borrachos y disfrazados a la manera típica de su pueblo, es decir, a base de sujetadores, rímel corrido, peluconas violetas y bragafajas color carne con corazones pintados... o si lo que les torció el ánimo fue la resaca y el maldormir sobre la arena de la playa. Pero sí se da por cierto que fue entonces cuando en San Ginés de los Riquelmes –desde hace medio siglo ya nadie le pone el apellido– empezaron a darle mayor importancia a su Carnaval, descartando algunas tradiciones tan consolidadas como el lanzamiento de bidones llenos de explosivos, la lluvia de piedras del día de San Marcelo o el Sumidero, ese peligroso campeonato consistente en beberse lavabos enteros llenos de vino de Coy, un evento cultural que estuvo a punto de aparecer en el Libro Guinness de los Records hasta que los ingleses, con muy buen criterio, decidieron excluir de sus páginas a aquellas fiestas que hubieran tenido como consecuencia directa el fallecimiento del ganador.
Disputarle a los aguileños la preeminencia carnavalera era un desafío que desde el principio parecía algo pueril, además de imposible ya que Águilas es un municipio con más de 30.000 habitantes mientras que San Ginés apenas alcanza los 2.500, y eso si se le suman el Caserío del Piojo y la Venta del Guarro, ambos duramente disputados con Lorca y sobre cuyas fronteras reales nunca se ha podido llegar a un acuerdo ya que el límite natural, la intersección de la falla de Alhama con cierto sendero entre almendros, cambia de posición cada equis años.
La escalada armamentística empezó con la Mussona: un ser terrorífico –tan aguileño como la cuerva, decir «¡mira!» o apellidarse Rabal–, que tanto puede ser hombre como mujer, araña como cangrejo, escorpión o jabalí, y que una noche de jueves, en Carnaval, se manifiesta en lo alto del castillo, recibe sus poderes de manos de las Mussonas de otros años y cumple con su misión de representar a ese monstruo irracional que todos llevamos dentro, el de las grandes pasiones, bajando hasta la ciudad a la luz de las antorchas, entre el estrépito de gritos y caracolas, dando zarpazos.
De grandes pasiones sabían bien los gineseros, pueblo envidioso, borracho y amante de casarse con los primos, de manera que cierto viernes de Carnaval, un día después de haber presenciado la Suelta de la Mussona de Águilas, tratando de pasar desapercibidos entre la multitud pero delatados por los gritos, el acento y el olor, los gineseros organizaron la primera Bajada a Hostias de la Ginussona. Se dejaron de rituales, cánticos y juramentos; tampoco trabajaron demasiado el disfraz, en parte porque por allá arriba no había esparto ni palmeras, los materiales esenciales de la genuina Mussona, y en parte porque para aquella primera suelta les bastó con tiznarse cara y cuerpo con hollín, ponerse unas gigantescas bragas negras y atarse el cuerpo con ramas secas de almendros.
Si los aguileños contaban con una Mussona, ellos iban a tener dos Ginussonas, un hombre y una mujer, ésta ataviada de manera elegante con un bañador de flores y por encima el mono de mecánico de su novio, con un pincho de hierro en la mano para defenderse de los manoseos impertinentes de sus primos. Si la Mussona aguileña era guiada por un Domador y acompañada por sones de caracolas, los gineseros iban a tener la banda sonora de medio centenar de coches con el maletero abierto y la radio a tope, esparcidos por las calles y bancales del municipio. Y si la Mussona bajaba desde lo alto del castillo, ellos no tenían castillo pero sí unas calles bien empinadas; ya de por sí sin farolas –que solían reponerse tras la fiesta de la lluvia de piedras de San Marcelo, pero solamente cuando era año electoral–, por lo que no hacía falta apagar aposta el alumbrado como hacían aquellos perdedores del otro lado de la región.
Mar tampoco había, pero sí una gigantesca balsa de agua de cuyo fondo tuvieron que sacar medio muerto a la Ginussona masculina, que se había hundido a plomo con los brazos y las piernas atados a las ramas de su disfraz, mientras su compañera femenina, aunque llevaba por debajo el traje de baño, se quedaba en la orilla de la balsa, bien parapetada detrás de su pincho, y les decía a sus vecinos que un pijo se iba a meter ella en el agua, que aquello estaba lleno de roña y a ver quién le pagaba luego la peluquería y la vacuna de la tisis.
Mientras en San Ginés se esforzaban y rabiaban, el Carnaval de Águilas siguió cosechando éxitos bien merecidos. En el año 2012 lograron abrirse paso entre las plumas de Tenerife y las chirigotas de Cádiz y aparecieron durante un minuto en los informativos de Antena 3, lo que provocó como efecto inmediato que en muchos hogares gineseros se reprogramaran los canales del mando a distancia para asignarle a la televisión catalana la tecla del número tres. Hubo un exaltado que cogió el televisor, abrió la ventana del salón y estampó el aparato contra los adoquines de la calle, provocando un estallido formidable. Muchos niños saltaron de las camas al grito de «¡los bidones!», pensando que había llegado el día de la fiesta; algunos padres asomaron la cabeza por las ventanas y le dijeron al exaltado de todo menos guapo, al tiempo que le prometían que ese desaguisado lo iba a recoger él, preferentemente con los cuernos.
Dos días más tarde, como había pleno municipal, en el turno libre de ruegos y preguntas los concejales decidieron por unanimidad que no había lugar a pagarle al patriota un nuevo televisor. En San Ginés había once concejales –repartidos según sus partidos en dos, dos, dos, dos, uno, uno y uno, lo que daba lugar a una rotación de alcaldes realmente pintoresca–, pero al fin y al cabo todos eran primos y sabían hacer una piña a la hora de defender las arcas municipales de los excesos de sus convecinos.
Y también sabían hablar con una sola voz a la hora de defender sus tradiciones, como lo demostró la carta de denuncia, firmada por todos los partidos, que le mandaron al consejero delegado de Antena 3, con copia al presidente del Gobierno regional, a la Reina, al Defensor del Pueblo, al ministro de Cultura, al periodista Antonio Hidalgo, a Arturo Pérez-Reverte y al mismísimo alcalde de Águilas, esto último para demostrarle a sus rivales que los gineseros eran gente que tiraba la piedra y no escondía la mano, salvo en las fiestas de San Marcelo por exigirlo así la tradición. Pérez-Reverte les dedicó un artículo cáustico en un suplemento semanal y un tuit que inició una cadena en la que todos se dedicaron a insultarle a él. Antonio Hidalgo y doña Letizia les mandaron sendas fotos dedicadas, el periodista con bastante más salero que la reina.
Hasta aquel momento, en Águilas todavía no se habían dado cuenta de que San Ginés les había declarado la guerra. A ningún aguileño en su sano juicio se le habría ocurrido pasar los días del Carnaval subiendo hasta las montañas de más allá de Lorca para ver contonearse a varios centenares de borrachos vestidos con la lencería de sus madres al ritmo de la Sabrina y de Manolo Escobar. Las redes sociales caldearon el ambiente entre los mozos y los ociosos; cierta televisión local dio el peñazo, dedicando todos sus informativos y tertulias a la lectura, análisis y crítica de aquella carta un día tras otro y durante dos semanas... hasta que, finalmente, en la siguiente edición del Carnaval los de Águilas homenajearon a sus bravos vecinos del norte con una actuación de las Murgas en la que lo más suave que les dijeron fue «lorquinos de Despeñaperros».
Aquella injuria abrió la caja de los truenos. Una mañana la estatua del Ícaro apareció vestida con una bragafaja color carne, con unos corazones pintados y una cartulina en la que habían escrito «AGILEÑOS = LORCINOS DE AGÜA DULSE». Y hasta ahí podíamos llegar. Se habló de tomar represalias, de echarse al monte en sentido literal para vengar la afrenta; hubo quien dijo que detrás de todo aquello estaban los lorquinos. Pero estaba llegando el mes de junio y había que preparar los trajes para el Carnaval de Verano de agosto antes de que se les echase el tiempo encima, así que la trifulca quedó así.
En los años sucesivos, gineseros y aguileños continuaron con su pelea: un runrún constante y estridente en el caso de los primeros, una anécdota recordada de vez en cuando por los segundos como una concesión al frikismo. En Águilas tenían más cosas de las que preocuparse. Se habían puesto de moda los megaflotadores para la playa, y hombres, mujeres y hasta niños pasaron un verano bastante ajetreado sacando del agua a lorquinos temerarios que se habían echado a la mar cabalgando patos, flamencos y pingüinos hinchables. Al año siguiente un concejal exaltado de Pulpí izó la bandera andaluza en la playa de los Cocedores, lo que provocó una auténtica marea blanquiazul y unas acampadas nocturnas multitudinarias que dejaron a los gineseros en segundo plano y convirtieron a muchos lorquinos en náufragos.
Mientras a los de San Ginés se les comía la envidia, en Águilas continuaron con su vida y con sus fiestas. La Mussona y el Domador siguieron bajando del castillo al son de las caracolas, ajenos a los vítores de las Ginussonas con sus ramas de almendro, su fragor de cláxones y el flotador a la cintura para el baño en la balsa; en la pesquería Culmarex siguieron celebrando el Pesaje de los Personajes, entregándoles a Musas, Mussonas, Cuaresmas y Carnales su peso en lubinas, doradas y productos de la huerta, mientras en San Ginés se homenajeaba al vecino más gordo entregándole una bañera llena hasta las tres cuartas partes de vino negro de Coy, con la obligación de beberse allí mismo el equivalente a un lavabo.
En 2017 el Carnaval de Águilas fue declarado fiesta de Interés Turístico Internacional, pero por suerte para todos una semana antes en San Ginés había caído un segundo premio de la lotería, muy repartido, y quien más quien menos estaba ocupado buscando webs de cruceros o bajando a Lorca a encargar el Audi o el SUV, por lo que no hubo oportunidad de tomar represalias. El pintor encargado del cartel, que se llamaba Pedro Juan Rabal, fue castigado in absentia por más de una familia que se negó a poner ninguna película de Paco Rabal, pero en la tele moderna ya casi no se emite cine de calidad, el pintor no llegó a enterarse del boicot y además ni siquiera era pariente del actor, por lo que el asunto no llegó a mayores.
En 2019 los aguileños nombraron Pregonero a Ginés García Millán, lo cual provocó un pleno extraordinario de sus rivales y una segunda carta aún más dramática que la anterior, ya que el actor, además de ser del vecino Puerto Lumbreras, llevaba el mismo nombre que el municipio al que se había enfrentado. Los concejales de todo el arco parlamentario movieron sus hilos para traerse a un Pregonero que le pudiera dar en el morro a los aguileños, pero ni la Patrulla Águila, ni Cristina Aguilera, ni Rosa Aguilar, ni Antonio Hidalgo, pudieron hacerles un hueco en sus agendas, así que tuvieron que conformarse un año más con Paco Paredes, que era un profesor medio muerto al que siempre recurrían porque era de los pocos capaces de diferenciar entre un villancico y un soneto. Hubo gineseros que dijeron que de ahora en adelante cuando fueran a Andalucía darían un rodeo para no tener que pisar el Puerto, pero aquello les obligaba a tener que meterse en Águilas para coger la autopista de peaje, lo que les generó un conflicto que no fueron capaces de resolver.
AUTOR: Antonio Marcelo Beltrán