Debe de ser que me hago mayor, pero cada vez recuerdo con más nitidez aquellos veraneos de mi infancia; mi padre era profesor y tenía dos meses de vacaciones, mi madre era ama de casa, y yo durante mucho tiempo pensé que todo el mundo tenía dos meses de vacaciones al año... algo que me hace reír por no llorar ahora que sudo por poderme permitir una semana en casa de mi madre.
Yo me he criado en Alicante, pero mi padre era gallego del Ferrol. Las vacaciones, pues, empezaban con un viaje en coche que duraba todo un día. Me estoy remontando a los últimos años setenta; carreteras que aún no estaban desdobladas, cuajadas de camiones. Se entraba en Madrid por Ocaña, se pasaba por debajo del estadio Vicente Calderón siguiendo la curva de la M-30 y se salía por los inmensos túneles del Guadarrama, pagando un único peaje.
Los coches tenían cuatro marchas, y el aire acondicionado se lograba bajando un poco la ventanilla, aunque a veces, con el calor de La Mancha, era peor el remedio que la enfermedad. Por cierto, en aquellos tiempos cuando salías de Alicante rumbo a Madrid cruzabas parte de la Región de Murcia, que abarcaba, recordadlo, la provincia de Albacete.
Mi hermano y yo jugábamos en el asiento de detrás, que por supuesto no tenía cinturones de seguridad. Íbamos libres y despreocupados. No había airbags, pero tampoco había teléfonos móviles que pudieran distraer al conductor; lo uno por lo otro. Las emisoras de radio se iban perdiendo, de manera que mi padre siempre llevaba una caja con cintas de cassette. Música clásica, Beethoven, Mozart, con Vangelis como única concesión a la modernidad.
La Guardia Civil esperaba apostada en las travesías que se engarzaban en la Nacional VI como cuentas de un rosario. Los niños íbamos vigilando con atención por las ventanillas, al acecho del coche del rádar, mientras mi padre sufría tratando de mantener el coche a cincuenta kilómetros por hora. El Simca 1200 no se embalaba, pero luego se compró un Chrysler 150 y aquello ya eran palabras mayores.
Cuando ibas a adelantar a un camión, éste te indicaba si había peligro o no poniendo los intermitentes de la izquierda o la derecha; unas ráfagas espasmódicas con las luces indicaban la presencia de un rádar debajo de cualquier arboleda; y cuando había obras en la carretera, al último coche se le daba el testigo, un pedazo de madera que había que darle al obrero de la otra punta del tramo para que supiera que podía abrir el tráfico, que ya no quedaban más coches por pasar...
Llegábamos a Ferrol, que en aquellos tiempos se llamaba El Ferrol del Caudillo. El dictador había muerto; los primeros Gobiernos de la democracia empezaban a llevarse los cuarteles y a cerrar los astilleros. Llegábamos ya de noche; a mí me habían dicho que las luces de Ferrol las encendía mi abuelo cuando veía que estábamos llegando. Para mí era absolutamente lógico ver a mi abuelo sentado en su sillón de orejas, dándole al cordoncito de su lámpara de pie y encendiendo todas las luces de la ciudad.
Pero en verano no íbamos a Ferrol; el edificio antiguo, en el centro histórico, quedaba para las vacaciones de Navidad, mucho más cortas y oscuras. Al pasar junto a la estatua de Franco, mi padre le dedicaba el segundo corte de mangas -el primero había sido al acercarse al Guadarrama, bajo la lejana e inmensa cruz del Valle de los Caídos- y tomaba una carretera estrecha, sinuosa, ocupada a veces por carros tirados por vacas, que conducía a Valdoviño, el pequeño pueblo con playas largas y feroces en el que hemos veraneado durante cuatro generaciones.
Llegábamos a la casa que mis abuelos alquilaban todo el año, aunque sólo la ocupaban tres meses de verano, y abrazábamos con alegría a la familia de mi padre. Mi abuelo Antonio había nacido en 1895, cuando Cuba y Filipinas aún eran españolas; con él vivía su hermana mayor, que seguía cobrando su pensión de orfandad porque era hija de un marino muerto en acto de servicio y no se había casado. Mi abuelo podía encender las luces de Ferrol con un gesto rápido de la muñeca, pero que la tía María Luisa, a sus noventa años, siguiera yendo al banco a por "la pensión de papá" ya me chirriaba algo más.
Los besuqueos continuaban con mi abuela Pepucha -una mujer grande, con tanto tamaño como mal genio, que a mí me adoraba y que tuve la fortuna de tener cerca hasta hace ocho años- y con su madre, mi bisabuela Aurelia: una anciana pequeñita, con gafas negras, que cuando se le iba la cabeza se ponía a hablar en gallego. La abuela Aurelia trataba de tú a la tía María Luisa -la hermana de su yerno- porque era una señorita soltera; la otra anciana se dirigía a ella con un riguroso usted. Ambas llevaban compartiendo habitación cerca de treinta años.
El panorama familiar lo cerraba la tía Generosa, una de las hermanas de mi abuela, que era monja de clausura pero se pasó bastantes años acogida por mis abuelos por un problema de salud. Algunos años teníamos también a la tía Carmen, hermana de las otras dos, que también era monja y rezaba en portugués.
Aquél era el clan, dirigido por el patriarca, que nos esperaba cada mes de julio como agua de mayo. Mi padre era hijo único -hubo un hermano muerto de meningitis en la posguerra-, y nosotros éramos los únicos niños en aquel mundo hecho de ancianos, monjas y solteronas con su pensión del siglo XIX.
(...continuará)
Antonio M. Beltrán
@antoniombeltran