Una tienda de comestibles de los años veinte y en tiempos republicanos

La plaza de Abastos se inauguró a media mañana del 24 de agosto de 1928. El acto se celebró con toda solemnidad presidido por el alcalde Carlos Marín Menú, Corporación municipal, autoridades y el clero parroquial.  Y amenizado por la banda de música bajo la dirección del renombrado don Francisco Díaz Romero.  El cura de San José don Bartolomé Cerón bendijo las nuevas instalaciones del centro comercial. Acto seguido más de doscientos pobres que comían gracias al rancho diario de la Cocinilla del Hospital se acercaron a las mesas de piedra de las placeras y tomaron un refrigerio.

 La autoridades  e invitados se fueron al balneario La Giralda y allí mismo hubo un espléndido convite. El poeta y escritor Francisco Martí Hernández leyó unos festivos versos alabando la gestión del alcalde Marín porque había hecho una hermosa realidad el sueño de todos los aguileños  como era el contar con una espléndida Plaza de Abastos que sustituyera a la antigua y cochambrosa plaza inaugurada en el año 1886.

En las calles adyacentes se abrieron varias tiendas de ultramarinos- así se denominaba los comestibles. Se hallaba en el lado de enfrente de la entrada principal la antigua tienda de Joaquín Rivera Ivars con su rejilla de madera que lo aislaba del mostrador y le daba cierta independencia a su oficina.

Dos tiendas se inauguraron con motivo de la apertura de la nueva plaza. En la calle del Sur junto a la posada del banquero Alfonso Moreno López, se abrió la tienda de Juan Segura  venido de Lorca y casado posteriormente con Sebastiana  propietaria de la fonda Jorquera.  En sus primeros años Juan Segura tenía una selecta parroquia o clientela porque los señoritos podían comprar en su establecimiento las más selectas exquisiteces  de licores, chocolates y quesos y demás “productos del país” como así se anunciaba.

En la parte Norte se encontraba el comercio de comestibles de mi tío Ramón Díaz Mula.  Nacido en 1900 casi un adolescente se metió como aprendiz en la mercería de Pedro Aullón Pelegrín en las inmediaciones de la plaza de Abastos. Más tarde fue dependiente  en la droguería de Salvador García Cortés en la Glorieta. En esos finales años de la década de los veinte compró una planta baja y la convirtió en tienda de ultramarinos. No le fue mal el negocio cuando construyó un piso alto con dos balcones a la calle.

El comercio de Ramón Díaz, foco de nuestra atención por ser modelo de una tienda en el calendario anterior a la República y guerra civil, vamos a describir con el máximo detalle los pormenores de un establecimiento comercial en  esa época digna de registrarla en nuestro acontecer histórico y que entra de lleno en la dictadura del general Primo de Rivera.

El local contaba con dos puertas de entrada. La de la derecha- abierta solo en verano- antes de franquearla se abría una puerta de cristales. En el rincón se guardaba el bidón de aceite de doscientos litros; el pequeño tonel de las aceitunas negras de cuquillo y en la temporada otoñal   o de invierno, un barril conteniendo las tripas de vacuno venidos de la Argentina para la elaboración de los embutidos caseros.

En la entrada principal se colocaba un manojo de escobas compuestas de cañas y mocho de tiras finas de palmera. Era señal de que el comercio estaba abierto. Otros establecimientos colocaban una bota de sardinas prensadas que resplandecían como la plata.

En el interior de la tienda de Ramón Díaz a la izquierda de la entrada había unos armarios  de cristales. En sus estanterías se mostraban las alpargatas de suela de goma o de cáñamo fabricadas en Lorca o en Caravaca.

Más adelante se hallaba la máquina de medir el aceite que se despachaba.  Las medidas eran de un cuarto,  de medio litro o de un litro de aceite. De vez en cuando el aceite del almacén de la casa de Piernas suministraba a los comercios con bidones de doscientos litros de este precioso elemento indispensable en la cocina española. Por entonces las amas de casa cocinaban a base de leña y carbón, colocados  en el fogón compuesto de un hueco donde se encendía el carbón y encima en una rejilla de hierro se colocaba la hoya  que muchas eran de barro. Las de porcelana a veces eran reparadas en su base por un suplemento de metal. Lo mismo ocurría con las fuentes o platos de grandes dimensiones donde al romperse eran pegadas con lañas de hierro. Esto lo hacían los lañadores y paragüeros que por las calles a grandes voces ofrecían su trabajo a las amas de casa.

Siguiendo con el interior del comercio de Ramón Díaz junto al aparato de despachar aceite había un molinillo movido con la fuerza del brazo para moler las especias necesarias para la matanza del chino. El sacrificio del cerdo se hacía o bien en los cortijos del campo o bien en las casas del pueblo en donde contaban con grandes patios donde se podía criar el gorrino con la ayuda de los vecinos que entregaban sus desperdicios a los dueños.

 Siguiendo con el mostrador de madera y con la cimera de blanco mármol en ella  se colocaba grandes piezas de bacalao “inglés” que por cierto no tenía los precios astronómicos de ahora; además estaba la cubeta de cinc cubierta con una capa de porcelana blanca para ofrecer al público los garbanzos remojados la noche anterior. Se le añadía un poco de bicarbonato  y de sal para que salieran más blandos. A veces ni eso, los garbanzos parecían tan duros como “balines”·. Al lado encima del mostrador estaban grandes cajas de lata conteniendo carne de membrillo de Puente Genil;  otras latas vacías  servían para depositar las almendras tostadas y las sabrosas “macocas”, brevas secas que resultaba ser el alimento cotidiano de la clase pobre junto con las almendras tostadas. Junto a estos envases estaban los tarros  de piñones de la sierra de Cazorla y las pasas de Málaga. Además de las grandes latas redondas de mantequilla de cinco kilos de peso proveniente de las sierras de León.

En la parte de la derecha del mostrador se podía ver el gran molinillo de café con sus grandes ruedas y mangos para moler el café de Colombia, llamado de “caracolillo” por su pequeño tamaño. Al llegar el café natural, se tostaba en la repostería del casino, inundando los alrededores de una aroma penetrante del café tostado.

El paso del exterior del mostrador al interior se hacía por medio de una abertura cerrada por una tabla de madera que subía y bajaba. Una vez bajada servía para liar el azafrán de pelo que se pesaba por una diminuta balanza sirviendo de pesas de un gramo un céntimo chico de cobre o de dos gramos tratándose de un céntimo grande o gordo. En esa época estaba en uso esas diminutas monedas con la efigie del monarca Alfonso XIII o el León rampante y la dama hispana recordando la primera República del año 1873.

Como todo estaba a granel las leguminosas, los garbanzos, alubias (eran famosas del Barco, pueblo de la provincia de Ávila, arroz de Sueca (Valencia), azúcar de remolacha de Aragón, traída en limpios sacos blancos de tela.  Estos productos con menos de un kilo de peso se liaban el viernes por la tarde, con vistas al mercado de los sábado, en un papel grueso conocido por papel de estraza . Si la venta era de un kilo se preparaba en bolsas de papel de la misma calidad. No se liaba ni el carbonato que se despachaba con papel de periódicos, ni polvos de la ropa o caneo.  Además se usaba el azulete para lavar la ropa.  La sal proveniente de las salinas de Terreros la traía el Piñero en su carro. En sacos especiales y húmedos del agua del mar se depositaba con su saco en un cajón debajo del peso que estaba encima del mostrador. Detrás del mostrador había una gran tarima de madera que aislaba del frío al dueño y le proporcionaba la altura necesaria para atender a sus parroquianos. Las ventas eran por regla general de “fiao”; esto es, se apuntaba en una libreta el total de la compra, y a principios de mes, se ajustaban las cuentas y se abonaba lo que podía pagar la clienta.  Algunos comercios se hundieron por acumulación del total del fiao, y los tenderos tuvieron que marcharse a Barcelona o a otro país.

Otros comestibles despachados eran los quesos holandeses de bola; el exquisito mahonés, y el queso fresco de cabra hecho por una mujer de Jaravía traído en una cesta de esparto envuelto en un mantel blanco. Además los huevos del campo; las avellanas de Tarragona y el chocolate de Villajoyosa (marca Amatller) con regalos de postales sobre la guerra europea, o “Matías López “de Madrid.

En un tablón sujeto  al techo y con brazos a los lados, pendían los embutidos hechos por Rosario “La Chapa”, madre del “Rizao” y la sobrasada mallorquina “La Luna”.  Además algún jamón que otro, con chorretes en tiempo del calor del verano y la sobrasada casi derretida por el mismo efecto de las altas temperaturas veraniegas.

No sabían los vecinos de aquellos felices años veinte lo que iba a venir después al final de la República con el estallido de la guerra civil, donde este cúmulo de mercancías ofrecidas en las tiendas de comestibles,  se iban a convertir en comercios vacíos y regidos por las cartillas de racionamientos donde no abastecían lo suficiente a la hambrienta población. Por eso aquellos sufrientes moradores al recordar los años anteriores de la penuria de la guerra y la posguerra, lo referían como “el tiempo normal “.