Anoche tuvimos la ocasión de asistir a un espectáculo único: el Concierto de las Velas. Único por el emplazamiento de los instrumentistas, único por la calidad de la música que se ofreció, y único por la presencia, esquiva, de la luna. Fue, desde mi punto de vista, el sueño de una noche de verano. Poco más se podría haber pedido.
Pero algunos tuvimos el privilegio de ver otro espectáculo previo de intensa emoción aunque de distinta calidad : por la tarde, bajo un sol justiciero, asistimos al traslado en helicóptero del piano desde el Peñón del Roncaor hasta la Batería de San Pedro, costeando la escarpada vertiente sur de la fortaleza de San Juan de las Águilas. Pocas veces podrá decirse que hemos visto un piano volando, pero menos aún se dirá que se ha visto un piano suspendido de un hilo sobre el Mare Nostrum. En esos momentos se le ocurren a uno ideas peregrinas, como la posibilidad de que la tensión del cable que hace de cordón umbilical entre el pájaro mecánico y la caja de música se rompiese y esta se precipitase sobre el azul rizado de una tarde calurosa de ferragosto. Una excarcelación gozosa de corcheas y semifusas en tropel que pugnarían por salir del fondo del mar en busca de un poco de aire para expresarse sin orden ni control, danzando al pairo sobre la voluble superficie salada en medio de un caos sonoro que aturdiría a los peces más serenos y llenaría de curiosidad a las agresivas gaviotas.
Pero, por fin, en una maniobra propia de microcirugía, el piano se posó lateralmente sobre las centenarias piedras de la fortaleza ante las sorprendidas miradas de la guardia de Carlos III que asistió impávida a las maniobras de una gran libélula mecánica y estruendosa que se colgó en medio de la nada y nos pareció, por un momento, un colibrí succionando inexistentes florecillas.
Cayó el sol en medio de una bruma anunciadora de futuros bochornos, y llegó la noche con su anuncio de tesoro prometido. No hubo algarabía entre los que ascendieron por los incontables peldaños y sus múltiples vericuetos, sino sudor y abanicos nerviosos para coronar su llegada a la Torre de San Juan, donde se respiró y hubo una espera anhelante. Descendimos el corredor inclinado, con sus deslumbrantes vistas de la bahía de Levante y la grandiosa proa del Auditorio haciéndose a la mar, flanqueados por cientos de velas encendidas, hasta la batería de San Pedro, donde la sillería estaba expectante y el piano y los atriles pedían ya un comienzo.
La luna llegó puntual a su cita y surgió sobre el horizonte marino a las 22, 17 h, pero la calima de todo el día hizo de muro etéreo y no pudimos ver sus primeros rayos hasta que el concierto ya estaba en marcha.
El Andante con moto del Trío nº 2 Op. 100 en Mi bemol Mayor de Schubert marca el inicio de la velada con un tono melancólico del piano al que se van sumando el violoncello y el violín reunidos en una melodía suave y hermosa. No olvidemos que el tema proviene de una canción sueca que saluda la marcha del sol por poniente y la llegada de la noche. Por tanto, la elección del orden del programa fue todo un acierto.
A continuación, el Trío Bacarisse nos deleitó con su interpretación del Trío nº 3 Opus 1 en Do Menor de Beethoven con sus cuatro movimientos que nos transportan a una noche plácida entre caricias de enamorados y rumor de aguas cristalinas.
La segunda parte del concierto nos sorprendió con un Passacaglia de Haendel de bellísima factura y mejor interpretación. Inmediatamente, y a cargo del piano de Carlos Vivancos, gozamos con un Claro de luna de Claude Debussy que se acompañó con un juego al escondite de la luna con las nubes sobre el mar. Parecía querer bailar nuestro satélite la lánguida danza de notas que salían de unas emocionadas manos de pianista, un músico que se dejó llevar por el ritmo pausado de una música preciosa, impresionista y descriptiva.
Las cuerdas del violoncello vibraron al compás de nuestros corazones durante los Requiebros de Cassadó. Emociona ver a un músico joven, Juan Pedro Torres, seguro de sí mismo, ejecutar de memoria y sintiendo desde lo más hondo de su ser unas notas que nos hacen transportarnos a otra época y a otro lugar. El oyente sensible es capaz de captar cuándo la música nace de la cabeza y cuándo brota de las entrañas, como en este caso.
Si un violinista se atreve a tocar a Sarasate es porque está plenamente convencido de su técnica, como es el caso de Laura Rodríguez, quien nos puso la carne de gallina con su magistral interpretación de la Introducción y Tarantela Opus 43 del músico pamplonica. Sólo los que se dedican a este noble arte y quienes están a su alrededor saben las innumerables horas de sacrificio y estudio que hay detrás de una interpretación como la que Laura nos regaló anoche a la luz de las velas y con la esquiva presencia de una luna casi llena. Pero no sólo derrochó una técnica depuradísima, sino que además puso su corazón de mujer sensible al servicio de una partitura endemoniada pero bellísima. Nadie quedó indiferente ante un prodigio de interpretación violinística como la que pudimos disfrutar anoche, una noche mágica. El programa oficial concluía con el Nocturno Opus 148 de Schubert, autor que abrió y cerró el repertorio del Concierto de las Velas en un círculo redondo como el plenilunio, no en vano, el alma del Romanticismo musical era clave para enmarcar de un modo sutil el espíritu de la velada, entregada a la noche y a los amores que se acogen bajo la luz de la luna ( Casta Diva, che inargenti, queste sacre antiche piante, a noi volgi il bel sembiante, senza nube e senza vel...)No pudo ser sin nube y sin velo pero algo se dejó ver nuestro astro plateado. El Nocturno de Schubert es un prodigio de melancolía con un arrebato central de abandono que se torna finalmente cadencia serena que envuelve la noche triste.
Como agradecimiento del Trío Bacarisse al entusiasmo del público congregado dentro de la fortaleza del Castillo, ofrecieron una deliciosa interpretación del tema principal de La Bella Durmiente de P.I. Tchaikovsky, como santo y seña de que habíamos propasado la hora bruja de la media noche y el sueño nos esperaba para poder transformar en alimento espiritual todo cuanto habíamos escuchado bajo un cielo estrellado con el Triángulo de Verano sobre nuestras cabezas y una luna juguetona sobre el horizonte.
No acudió el céfiro a la convocatoria del amigo José Luis, ni siquiera el bóreas, pero a pesar de la calor nadie se movió hasta el último instante, y todos éramos conscientes de haber sido testigos de una noche histórica para la cultura musical en Águilas, para el Castillo de San Juan de las Águilas, y para los organizadores, a los que nunca agradeceremos lo suficiente el enorme esfuerzo que han hecho para que este sueño de una noche de verano se haya podido llevar a cabo. Como dijo Rick al capitán Renault en el aeropuerto de Casablanca : " Louis, presiento que este es el comienzo de una bonita amistad..." Así sea.
5-8-2012
Francisco José Montalbán Rodríguez