Yo sólo necesito tiempo para ser feliz. Como Borges, para mí también el tiempo es la sustancia de que estoy hecho. Pero a veces el tiempo es caro, muy caro. Hay que pagar en jirones de vida, en óbolos de paz, en trazos de una luz que se pierde. Para ser feliz necesitaría torear en Las Ventas una tarde mágica de bureles enamorados del percal, asistir a una danza sensual de cientos de delfines sobre unas aguas cristalinas, observar impávido la lenta obertura de los pétalos de una rosa roja al nacer el alba, oír la música de un silencio inesperado, humedecer las yemas de mis dedos con el algodón de una nube baja y fugitiva.
Escribir el verso definitivo que encierre todos los poemas, un verso de nata y pedernal.
Necesitaría reconocer en la plata de una luna llena la cara redonda de la madre que ya no está, saber que mis abejas liban el néctar de todas las flores para el deleite futuro de mi paladar, comprobar que esta mañana la espuma tierna y lenta de las olas sólo llega a la orilla para refrescar mis pies cansados.
Saber que lo que escribo puede provocar un mínimo retiemblo en las fibras de un lector sensible, escrutar la noche y descubrir una estrella recién nacida en el seno de una nebulosa, abrazar la esperanza de que la mirada de esa muchacha ha brillado sólo para mí, confirmar que cada constelación está en su posición exacta, a la espera del infinito.
Para ser feliz necesitaría saber si la felicidad es algo más que la quimera de una pléyade de poetas ebrios. Casi nada.