No me puedo sustraer a la emoción de esta pérdida y algo me impele hacia el folio en blanco. Ahora, cuando la España de las pompas fúnebres, esta sociedad, a menudo esquiva a sus próceres y siempre remisa al reconocimiento de lo propio, se entrega a los inciensos laudatorios y al panegírico pagano, ahora, yo, casi habría preferido callarme, dejar que los otros hablasen por mí. Pero no sería honrado conmigo mismo, ni mucho menos con don Miguel Delibes. No lo sería porque le debo una gran parte de mis hábitos de lectura, de mis devaneos con la escritura y sobre todo de mi gran respeto por este idioma proteico que nos sirve de entendimiento a los ciudadanos de la piel de toro.
Acaba de irse, sin aspavientos, como vivió, sin levantar la voz, sereno, en el recogimiento de su Valladolid natal, rodeado de los suyos y del cariño sincero de la gente llana. Nadie como él retrató al castellano viejo, nadie pintó los campos de trigo en sazón como él, nadie dijo tantas verdades con tan pocas palabras. Porque el castellano puro no es parlanchín, apura las palabras y con lo imprescindible se expresa en plenitud. Así es Castilla, su gente y su tierra, sobria, poderosa, austera, cabal y recia.
Hace unos meses, cuando la vendimia reclamaba las amorosas manos recolectoras, y cuando apenas el otoño había cubierto sus primeros días, tuve la suerte de pasear las calles y las plazas de Valladolid, vagar por el Paseo de Zorrilla, y perderme durante el crepúsculo por los vericuetos de animales y árboles exóticos del Campo Real, allá por donde cada día, si hacía sol, salía a dar su paseo el viejo escritor que había dimitido de su misión en la Tierra. Decía que, después de terminar su última novela ( grandioso fresco sobre la Inquisición y la persecución de los judíos ) “ El hereje ”, ya no tenía nada que decir y no escribiría más. Y, como castellano de raíces profundas y palabra de granito, no volvió a escribir ni una línea de ficción. No le podemos exigir nada. Durante décadas estuvo creando y dando magistrales novelas al lector atento y entregado.
Por uno de esos extraños jardines en que, a veces, uno se mete, he realizado algún análisis crítico a algunos de sus libros con la intención de extraer el tratamiento que este autor hace de la muerte. Son muchas las obras en donde parece tener un papel relevante, pero, sin duda, es en la obra reconocida con el Premio Nadal de 1947 “ La sombra del ciprés es alargada ”, donde este tema es casi protagonista, ya desde el mismo título. También un cuento delicioso, menos popular que sus novelas, “ La mortaja ” donde, también un niño es protagonista de la dureza de la muerte y de algunos de los que se quedan vivos.
Una de mis primeras lecturas adolescentes fue “ Cinco horas con Mario ”, y agradezco a aquel profesor de literatura que nos obligase a leer esta maravilla de la creación de personajes, este prodigio de monólogo exterior, esa descarnada crítica de una sociedad retraída, temerosa y pequeñoburguesa que destila todo el texto. También la muerte aquí está presente en forma de féretro durante las cinco horas de reproches y afectos que la viuda va deshilando.
El mejor homenaje que podemos hacer a Delibes es leerlo, seguir leyendo sus obras y hacer que nuestros niños y jóvenes se adentren en el placer de la buena literatura de la mano de este hombre, tan sencillo y tan cercano que en su ciudad paseaba como un jubilado más al calor de un sol matutino por ese magnífico parque del Campo Real entre los gorjeos de los gorriones y la algarabía de los niños correteando detrás de una pelota.
Y para seguir con las buenas lecturas nos vamos a acordar de otros tres Migueles.
El más cercano en el espacio, Cervantes, que anduvo por la ciudad del Pisuerga y allí se puede visitar su casa, y respirar algo del aire grave que envolviese el Siglo de Oro. Otro Miguel, más filósofo que novelista, Unamuno, pero también gran creador que puso el pensamiento español entre las grandes corrientes de la época, y por supuesto, como Delibes, preocupado por la muerte. Y el último Miguel es el que ahora todo el mundo parece recordar, ( otra vez la España del panegírico y las pompas fúnebres ) es Miguel Hernández, de cuyo nacimiento se cumple ahora un siglo. Si Delibes anduvo la meseta castellana detrás de la perdiz roja y la avutarda, Hernández, corrió entre palmeras y adelfas olorosas, triscando con las cabras y pastoreando versos al cálido aroma de las higueras crepusculares del sur mediterráneo.
Y si nos paramos a pensar en el nombre, Miguel, en hebreo significa “ ¿ Quién es como Dios ? ”, pues cualquiera de los cuatro Migueles son como Dios en mi humilde opinión. Y además dicen los hebreos que San Miguel fue el primer arcángel, porque venció a los ángeles rebeldes. Y un poco de rebeldía sí que podemos encontrar en nuestros cuatro Migueles. Delibes, con su prosa serena, sin alharacas ni gritos, fue dando voz a los humildes, a los oprimidos, a los que sufren. El vasco Unamuno, se rebeló contra el Cristianismo, contra el positivismo rampante y emprendió una personal revolución de los cánones de la narrativa con su particular concepto de la “ nivola ”. De Cervantes podemos decir que creó el personaje más antisistema y con la rebeldía más arraigada en el mismo tuétano que fue Don Quijote. Y del pastor poeta, quedan sus versos, sus vientos del pueblo, su nana de la cebolla, su niño yuntero, y miles de versos que derramó con su propia sangre para la libertad como un perito en lunas.
Vaya este manojo de ideas en homenaje al gran trabajador de la palabra que fue Miguel Delibes.