Como cantaba Marisol –después Pepa Flores-, puede que a veces, para algunos y por ciertas cosas, la vida sea una tómbola. Pero visto lo visto, el comportamiento social, la hipocresía generalizada, la falsa moral y la animadversión de mucha gente a lo diferente -todo ello con palco reservado en el gran teatro/carnaval de la vida-, la máscara y el disfraz han dejado de ser lo que era.
No es necesario esperar la llegada del carnaval. La sociedad ha devenido, y no por arte de birlibirloque, en un carnaval diario. El único perfil de la máscara que guarda relación con su concepción primitiva es la condición de ocultar. Esto, a veces, muchas veces, reporta los beneficios buscados, pero también hay que aceptar que detrás de esa máscara sigue estando la realidad, y eso es algo que, también, en no pocas ocasiones, pasa factura.
La inconcreción que reporta el disfraz y la automanipulación personal suelen prestar a quienes se disfrazan una personalidad que, incluso, llegan a interiorizar como propia. Después, pasados los días de las carnestolendas, la máscara puntual y festiva –aunque no por ello exenta de trasfondos psicológicos- deja paso a lo cotidiano.
Dijo el polifacético y no menos satírico Bernard Mandeville que la sociedad disfrazaba la hipocresía con el nombre de moral. O sea, “haced lo que yo diga pero no lo que yo haga”. Y lo triste es que ese disfraz permanente en muchas personas públicas consigue embaucar a muchos ciudadanos que no llegan a percatarse de que quien les está diciendo diego, anteriormente les dijo digo.
Rizando el rizo, hay quienes no solamente se disfrazan para distraer sobre su verdadera personalidad, sino que se esconden detrás de múltiples máscaras, cada una de ellas en un escenario concreto y determinado. No les da vergüenza ser pirómanos por la mañana y bomberos por la tarde; o apostar de día por la fidelidad beatífica y transformarse, por la noche, en un putón verbenero. No les da porque..., bueno, ya sabemos por qué.
Los cambios de comportamiento sociales son un auténtico quitaipón de disfraces. Y a veces no se sabe si es que un individuo se ha disfrazado para, como reza el diccionario de la RAE, “dar a entender algo distinto de lo que se siente”, o es que era antes cuando llevaba la máscara y, por fin, se la ha quitado y se muestra tal y como es. De una o otra forma y manera, la realidad distorsionada; la hipocresía moral o la moral hipócrita que decía Mandeville.
Tenían que ser muchas más la veces que la sociedad, o el simple y llano transcurrir de los hechos, desenmascarara al disfrazado, al hipócrita, a la máscara dañina que confunde y juega con creencias, convicciones y sentimientos.
Baremo aparte es necesario para quienes, por incomprendidos y no tolerados (“…por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social…”. ¿Les suena de algo?), optan por enfundarse en un disfraz lo más sociopolíticamente correcto que su conciencia le permite para no vivir en un engangrenamiento permanente. Es lo que tiene vivir entre quienes sentencian que “quien no está conmigo está contra mí”; entre aquellos que no aceptan al diferente porque lo consideran adversario; y que, lógicamente, también han de ir disfrazados para no se le vean las vergüenzas.
Ya han pasado los carnavales. Igual que
Todo el mundo ha guardado sus galas, disfraces y máscaras con las que habrán disfrutado estos días de asueto precuaresmal. Cada cual vuelve a su estado, y sólo quienes saben que las van a necesitar se han quedado a mano sus máscaras virtuales, las que se llevan en el interior, en la conciencia y los sentimientos. Y en el espíritu de supervivencia.
El carnaval de la vida sigue. ¡Vaya si sigue!.