No se si alguien será conocedor de que, en alguna ocasión, haya cerrado el telón de un escenario sin que hubiera concluido la representación. Y, por consiguiente, quedándose el respetable sin saber cómo acaba la cosa.
Esa parece ser la (no sana) intención de quienes se oponen a la búsqueda de muertos –bueno, de sus restos- en campos y cunetas de carretera. No quieren que se conozca el final de la historia, y eso que solamente se buscan muertos, no vivos a los que pudiera pedírseles explicaciones de lo sucedido.
¿Qué tendrán argentinos y chilenos que no tengamos los españoles?. O viceversa, que lo mismo da. En aquellos países, cuyas dictaduras fueron posteriores a la española –porque los golpes de estado que instauraron el posterior fascismo están fechados mucho después de aquel verano del 36- no parecen tener tantos problemas las iniciativas sociales y judiciales que quieren investigar aquellas tropelías criminales. Incluso condenando, que no es el caso de España, a personas que formaron parte de los organigramas de aquellos regímenes dictatoriales y que todavía viven.
Otra vez parece tomar cuerpo aquello de que España es diferente. Aquí, antes de
Decía Tierno Galván que no era cuestión de pasarnos cuarenta años hablando de los cuarenta años. Buena era la propuesta del viejo profesor, y así debiera haber ocurrido, cogiendo el toro por los cuernos como lo han hecho en otros países con sus muertas, vencidas o aniquiladas dictaduras. Pero, claro, ninguno de los tres adjetivos califica a la española.
Y todo por los comportamientos irresolutos de la sociedad, la política,
¡Cuánto mejor no hubiera sido una vez colorao (no rojo) que cuarenta veces amarillo!. A lo mejor habríamos dejado ya atrás el franquismo si hubiésemos construido unos cimientos lo suficientemente fuertes como para soportar vendavales y embestidas de fuerzas que no querían (y no quieren) untarse las manos destapando sus vergüenzas.
Poco a poco, con excesivo cuidado, no queriendo herir las sensibilidades de los herederos de aquellos personajes que ninguna tuvieron, se han ido cambiando nombres de calles, plazas y centros docentes que eran, y siguen siendo los que quedan, auténticas apologías del fascismo. En algún caso, incluso, hubo que derruir un colegio para, sustituyéndolo por otro en el mismo lugar, hacer desaparecer la nomenclatura fascista que ostentaba. Y todavía queda mucho nombre por cambiar, no pocas placas y rótulos por descolgar y muchos títulos por retirar.
Arduo trabajo está costando porque hay que ver la que le han montado al juez Garzón. ¿Cómo es posible que grupos y fuerzas de naturaleza ultra y fascista se valgan de resortes democráticos para denunciar a un juez que persevera en su defensa de las víctimas, muertas y vivas, del franquismo?.
Para esta misma gente, Garzón es un juez intrépido y valiente cuando entra a saco en todo lo relacionado con ETA; para esos mismos, y para otros, también fue atrevido, y con un arrojo envidiable, cuando la emperchó contra la corrupción que asoló a los últimos gobiernos de Felipe González y que, por cierto, les hizo perder el poder. Pero -siempre hay un pero- cuando ha escarbado, con sus manos limpias -esas sí-, en los crímenes del franquismo ya no es tan bueno. La soga en casa del ahorcado, ni mentarla.
Escribió el columnista Manuel Saco que tal vez el miedo y el canguelo de toda esta gente ante el descubrimiento de fosas anónimas y la excavación de cunetas se deba a que “cada hueso desenterrado es un acta de acusación contra aquella horda de gente de manos sucias y misa diaria que utilizaron las tapias de las iglesias para sujetar sus crímenes”.
No hay futuro sin pasado. Y la historia, pronto o después, acaba por ser desenterrada. Ocurre que cuanto antes corra el telón, pero con la función terminada, mucho mejor.