Miguel Ángel Blaya
Tanto para la alta burguesía madrileña, de antes y actual, como para lo nuevos ricos, éstos sí, de ahora, un muerto que se precie (?) ha de tener su esquela en el ABC. Y con el mismo patrón de conciencia social, hay actos, actuaciones, momentos y situaciones que requieren el marco urbano del centro para poder preciarse, a priori, de serlo, y a posteriori, de haberlo sido.
Reconocido y aceptado todo ello, la ciudadanía que habita en esos distritos céntricos y aquellas personas que pretenden vivir de un comercio o negocio en cualquiera de sus calles, han de aceptar la realidad. Con sus pros y sus contras.
Unos y otros, todos ellos, tienen las ventajas y prebendas inherentes al centro. Por ejemplo, el pedigrí social, la cercanía a las instalaciones más genuinamente culturales o a las instituciones administrativas, amén del apacible y, al mismo tiempo, vivo y chispeante devenir cotidiano durante muchos meses del año, acaso salpicado por algún movimiento social concreto y puntual.
También disfrutan, por ejemplo, de una más concienzuda limpieza viaria en sus calles y plazas, algo que en los barrios periféricos no se hace con tanto celo; eso sí, en algunos casos, con la muy valiosa colaboración de los vecinos. Bueno, más bien de las vecinas.
En el otro plato de la balanza han de ser sopesados los aspectos no tan envidiables para los propios de esos céntricos barrios: las molestias que causan los grupos humanos de costumbres noctámbulas, o el exceso de tráfico y su, a veces, correspondiente caos circulatorio; y en las capitales de provincias o en grandes ciudades, ¡ay!, la ya apuntada ruptura de la normalidad a manos, o a pies, de aglomeraciones sociales que, en forma de celebraciones, cultos o marchas de todo tipo, usan como manifestódromo las calles y plazas de los centros urbanos. Es parte del peaje a pagar por vivir donde se vive o tener el negocio donde se tiene.
Como decíamos en los cines hace… la tira de años, “ahora viene cuando la matan”. Y es que todo este preludio viene a colación por las quejas nacidas en algunas ciudades capitalinas, y hasta en la capital de las capitales, sobre el tostón que supone ser receptoras y sufridoras de todas las manifestaciones sociales; desde las sindicales hasta las políticas (bueno, políticas son todas), y entre ellas, las estudiantiles, las agrícolas y urbanísticas –que, a veces, no se sabe donde acaban unas y empiezan otras-, las ecologistas, las xenófobas y hasta las neocatecumenales con su tema estrella de las relaciones sexuales.
Aparte de la réplica que ya han esgrimido fuerzas sindicales, políticas y sociales en general, el quid de la cuestión está en el empeño de emponzoñar la realidad social más de lo que está, yendo, además, contra la evidencia. Porque, para más inri, es más que posible que antes de que un comercio, el que sea, se estableciera en una de esas arterias urbanas, éstas ya eran escenario de desfiles, procesiones, manifestaciones, carnavales o cualquier fiesta popular. ¿A qué viene, sabiéndolo, establecerse allí y después quejarse de una realidad que ya existía?.
Ilógico resultaría, por ejemplo en Madrid, sacar una celebración deportiva de
Por la misma teoría, una manifestación universitaria anti-Bolonia podría acabar en una concentración ante la sede de
¿Será que el centro es muy atractivo, o goloso, y todos quieren acudir, o estar, en él?.
Seamos serios. Y consecuentes. La sociedad, o, casi más, la historia social, le ha otorgado a cada zona urbana un valor añadido. Y mal harían las fuerzas económicas y políticas si lo intentaran variar en contra de la fuerza ciudadana. Porque como ocurre con las avenidas y torrentes de agua, las ramblas siempre suelen venir con la escritura de sus dominios bajo el brazo.